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Jesús Trelis

Historias con Delantal

L'Escaleta, viaje a la gloria

peregrinar 

Del lat. peregrināri.

 
A veces pienso que es el mejor restaurante de estas tierras. A veces pienso que es el tercero, el quinto, de pronto el segundo. Y luego vuelvo a pensar que es el primero y el tercero… A veces pienso y, mientras pienso, sus platos alimentan mis recuerdos. Soy un indeciso. (Falsosversos para L’Escaleta)
 

 Reportaje fotográfico Jesús Trelis

Si vienes conmigo, atravesarás platos con nieve, mares de sal y valles donde, entre el arrozal, pasean crestas de gallos. Si vienes conmigo, peregrinaremos juntos hasta un templo levantado en honor de la Diosa de la Gastronomía y allí, a través de una escalera, de L’Escaleta, subiremos hasta un cielo repleto de almendros que se convierten en turrón levitado, de campos de olivos que se tragó un pichón, de senderos que huelen a romero, a tomillo, a tierra brava… a medida emoción.

 

y con la participación especial de

Vicente Pavia, la bondad de la mano derecha

Andrés García, el hombre que ha visto crecer la escalera

…y entre bastidores, un familia entregada, Paco y Rita, Ramiro y Nieves. Y un equipo que disfruta del sueño.





PEREGRINATIO

Te reciben los hierros oxidados convertidos en altar. Ante ellos, la escalera que vamos a trepar y unos hombrecillos en busca de la puerta de la felicidad. A su alrededor, campos, la falda de la montaña, el aroma de las hierbas. “Soy Cooking, vengo de peregrinación”, dije nada más llegar. Me abrieron las puertas del santuario y sentí serenidad.

Una vez has entrado en L’Escaleta te has de despojar de toda la superficialidad (casi a lo budista) y entregarte a ese homenaje a la gastronomía que, casi como un asceta, rinde Kiko Moya a la Gastrosofía. La luz tranquila te abraza, mesas vestidas de blanco te hacen reverencias y, tras la puerta sagrada, aparece el altar. La MESA O le llaman. En ella, comienza y acaba todo.

 16 ESCALONES PARA LA GLORIA

PRIMER ESCALÓN. Turrón levitado. Te saluda discreto, como no queriendo hacer ruido, su siempre maravilloso turrón salado. Ligero, casi flotante, con ese toque de almendra con el amargo medido con precisión. Una manzanilla pasada de bodegas Juan Piñero para levantar el ánimo y el recuerdo (compartido con Andrés García) del primer día en que este superagente probó este bocado. “Me descolocó ver un pedazo de turrón en pleno verano contestano en la mesa”, rememoré. De eso hace ya, quizás, cinco años. Quizás.

 SEGUNDO. Momento Oreo. Llegaron sus particulares ‘oreos’ de ajo negro y blanco, que son mordiscos placenteros para enmarcar. Un snack que propicia entusiasmo. Primero porque es simpático (te sonríes nada más mirarlo). Segundo,  porque está rico a rabiar. “Pónganme una docena que me los quiero llevar”, pensé en gritar. “Calla, Cooking, no hagas espectáculo en el santuario, que despertarás a los ángeles”, susurré muy por lo bajo.

TERCERO. La sublime humildad. Subiendo la escalera con alegría tropecé con su humus de alcachofa asada, regaliz y aceite de oliva. Breve poesía al producto humilde (que me recordó aquella maravillosa crema de Eneko Atxa, aunque cada una a su manera, evidentemente). Una maravillosa manera de hacer valer algo tan humilde como preciado como la alcachofa. Dos cucharaditas que saben a poco. El aceite de oliva relanzando los sabores y ese toque de regaliz dándole el toque semi-mágico al bocado.

CUATRO. El queso que habla. Otro clásico que habla de l’Escaleta por todos los lados. Un homenaje a su tierra interpretado de manera magistral. Te lo comes con pasión, con ganas, con ganas de más y de más. La almendra golosa, la hidromiel que engancha y, de nuevo, el aceite de oliva ensalzando y aunando todos los sabores. Kiko me diría que si tuviera que elegir un plato, elegiría éste. Tiene sentido. Habla de él y de ellos.

QUINTO. Desafío de musgo. Mantequilla de fitoplancton y trufa negra. Las joyas del mar y la tierra, juntas. Besándose, fusionándose. Unidas para rendir homenaje a ese musgo tan arraigado al entorno. Fresco, resistente y, al tiempo, suave. Símbolo de la montaña que protege a l’Escaleta. Interesante (para los que no tienen perjuicios). Elegante en presencia. Mantecoso en boca. El mar reclamando su espacio ante ese océano de tierra profunda que es la trufa. Otro hijo de las reflexiones que brotan de la cabeza de este casi brujo de la montaña llamado Kiko Moya. Equilibrio.

SEXTO. El huevo milenario. Yema en salazón, con garum y huevas. Uno de los platos que marcan época. Reencontrarme con él me llenó de gozo. Lo tiene todo. Una historia que nace con la yema durmiendo en la soja y con el garum que elaboran en casa y es pura esencia de anchoa. Una barbaridad gloriosa que junto a La Bota de Amontillado 58 que me sirvió Alberto Redrado se convierte en algo celestial. #esoesasí

SÉPTIMO. Dragón de mar. Sabayón, yemas de erizo, azafrán y ‘dragon fly’. Contundencia absoluta.  Otra de esas ‘séptima maravilla’ que Kiko Moya se saca de su chistera. Pensado y repensado, en él, el  cromatismo de los tres elementos que entran en el baile juegan a la perfección su función. Es mar por el erizo, untuosidad por el sabayón y aroma por el azafrán. Una fiesta intensa en la que la ralladura del ‘dragon fly’ te hace volar. Venirte arriba. Como remate, Alberto volvió a dar en el clavo con un reisling (Rebholz 2008) que se mostraba como una prolongación asombrosa del plato.

OCTAVO. La reina impoluta. La gamba roja de la que te vas a enamorar duerme sobre un colchón de sales cítricas y viene acompañada de una sabrosa copa de champán. La observé, algo nervioso, y con la yema de mis dedos empecé a acariciarla con mimo esmerado. Quizás le canté una nana, le recité un verso, le susurré un sentido: “te quiero”. Ella, os lo juro, me miraba. Quizá correspondiendo a mi entusiasta admiración.

La cogí casi temblando –como el novio cuando entra a la novia esa noche que antes era de mieles-. La cogí, la besé, pedí perdón y fusionamos nuestros cuerpos y escribimos nuestra particular historia de amor. La cabeza estalló en mi interior como un mar que hace explotar sus olas en el malecón del paladar. Devoré su esencia, estallé relamiendo cada parte de su cerebro, me sentí en su interior como un Hannibal enamorado de esa gamba maravillosa que había sido durante diez horas acariciada por la sal para permanecer auténtica, real. Como acabada de salir del mar.

Tras la cabeza fui desnudando su cuerpo. La carne casi traslúcida fue enseñando sus encantos. Sus colores azulados, grisáceos, rosados… me fueron contando historias de ese mar Mediterráneo que antes le había cobijado. Y juntos, los dos, acabamos abrazados sobre esa cama de sal que olía a limón recién rallado.

NOVENO. La trilladora. Crema de mostaza silvestre con flores y hierbas. O lo que es lo mismo, hacer de Heidi por ese santuario divino. Es como encoger el prado, el monte fresco en primavera, la vida silvestre que brota en los bordes de los senderos y, con el arte magistral de ese alquimista de poco menos dos metros, servírtelo con el corazón sutil de una crema hecha con esa mostaza silvestre que habla de su tierra, del entorno que le rodea. Del monte bajo. De Montcabrer y de sus gentes.

Este plato –que cuando lo probé ya hace casi un par de años, lo coroné como platazo histórico-, sigue fascinando mi paladar. Entusiasmando las glándulas salivares. Cada flor tiene su sentido, cada hierba con sus dulces y sus amargos, cada aroma refrescando el instante de un superagente llamado Cooking, feliz por haber vuelto a peregrinar hasta el divino santuario.

DÉCIMO. Pastisset de boniato con trufa. Que me den el tono y paso al canto. Me apetece aquí arriba, a mitad de camino, quizá más alto, cantar una saeta en este templo a la Diosa de la Gastronomía para darle gracias por haberse inventado a este mago, a este tipo, al que le corre por las venas la alquimia. Este pastisset tiene ingenio, elegancia, chispa, sabor, magia. Lo tiene todo para comerte uno, y dos, y repetir un tercero.

El boniato asado es en realidad quien da cuerpo al pastelito. Su farsa, su interior, hecho con pura casquería mimada al extremo, sabe a conjuro, a hechizo rompecorazones. Todo ello, coronado con una trufa que da aroma al plato y conjuga de manera tan suprema que me la tatúo en el ante brazo: “I love el pastisset de boniato de Kiko el Contestano”. Aquí una vez más, Alberto Redrado me conquistó de cabo a rabo con una copa de Bota de Cream que le hubiese robado para, sentado bajo algún algarrobo cercano, tomármela llorando por tanta emoción vivida mientras recuerdo cada sorbo, cada bocado.

UNDÉCIMO. Ese pescado llamado negra. Un escalón en el que sentarte. Para respirar. Para contemplar qué hermoso es el mundo desde allí arriba. Un plato de pescado, de negra, una especie casi tratada como de descarte a la que el cocinero de l’Escaleta le despierta suave el alma y la convierte en arte. Untuosidad y melosidad que a mí me estremece. (No soy un buen crítico, más bien al contrario. ¡No sé ventilar defectos ante trabajos y entregas tan excepcionales! O directamente no los encuentro). Cremoso, elegante, toque de ajo, toque de hechizo…. Y abrigando el delirio, un albariño cien por cien de José Antonio López. De Tricó. Un soplo de aire fresco. Bravo.

DÉCIMOSEGUNDO. Arroz con crestas de gallo y ortiguillas. Arroz al cuadrado y un taconeado para decirte al odio: “esto todavía no ha terminado”. Un taconeado para decirte: “vete preparando que la película todavía te va a dar escenas que te harán estremecer, llorar, saltar”. Este plato hizo conmigo eso: levantarme del asiento excitado. (No sólo para hacer la foto, sino para admirarlo). Lo olfateé como un lobo perdido por la sierra de Mariola.

Marqué con mi mirada el terreno: rectángulo de arroz. Admiré grano a grano ese plato tan añorado (que en su día me abrió la pasión por la cocina de l’Escaleta). Metí el tenedor como el lobo cuando clava sus colmillos en la presa. Cerré la boca y saboreé feliz el manjar. Dicen que lloré, que levité, que floté. Dicen que di gracias a todos los santos. Desde San Cristofol hasta Baco. Un arroz que apasiona, en este caso con cretas de gallo y ortiguillas. Como para sacar las castañuelas y bailar un taconeado. Ya te lo decía.

DÉCIMOTERCERO. El pichón que se tragó el olivo. Cómo te contaría yo esto. Cómo te diría que, de un olivo, Kiko Moya es capaz de trasladarte a tu pasado, a pasearte por esa calle Cid de infancia en la que había una ‘almassera’ cuyos aromas se colaban por las casas hasta quedar grabado en tu cerebro de por vida. Cómo te diría que este pichón es como ese pajarillo que se posa sobre las ramas del olivo que hay a la entrada de l’Escaleta y picotea cuidadoso las aceitunas amoratadas, negras, maduras, extrayendo de ellas ese mosto de aceituna pura, virgen, intensa. Cómo te diría que este plato es como  un tratado de filosofía, una oda al paisaje, un martillo hidráulico de sabores tajantes. Cómo te diría que en el paladar esas pechuguillas entraban como una tuneladora bajo tierra haciéndose hueco, arrastrando todos tus sentidos, obligándote a jugar con ellas. Cómo te diría que el crujiente de la patita era de otra dimensión, que la olivada una explosión. Pichón asado en orujos de aceituna. Y tras él, la pregunta: ¿cuántas estrellas esperan por encenderse en el firmamento de L’Escaleta?


DÉCIMOCUARTO. Paisaje nevado. Llegado este momento, me hubiese gustado dejar de ser Mister Cooking para reencarnarme en la piel de Gloria Fuertes y ser capaz de hacer un poema sentido como los suyos, casi infantil pero al tiempo demoledor, como este plato aparentemente inocente –que por tanto será incomprendido- pero que es como un verso que te abre en canal para que de tu interior broten, como colibríes, aquellos tiempos vividos. Un paseo por la nieve que robó los sabores al monte. Un paseo entre las moras que quedaron fosilizadas en la memoria. Encurtidos en dulce que estallan en tu cerebro recordando quién eres y de dónde vienes. Emoción al extremo. Explosión de delirio.

DECIMOQUINTO. El queso que llora. Ante los blancos de este postre que sucede a un pre-postre que era más bien un verso de la Fuerte, descubrí por qué me estaba siendo tan bien mi levitación en el Santuario contestano. Ante este plato de queso de cabra con sabor a bajo monte, a salvia, a tooffe y otras magias, sentí las mismas sensaciones que hace un puñado de meses viví en Eneko Atxa.

Me vi formando parte de las raíces de esos platos, de esas creaciones que me querían transmitir, de su religión. Y me sentí como una piedra más de ese templo gastronómico que tenía ante mí, sin estridencias ni algarabías, casi queriendo pasar desapercibido. “Lo hacemos con queso de cabra de Tibi”, me comentó Kiko. Campo y ternura, monte y caricia, lácteo refinado y niñez idealizada. Todo ello se fue intensificado cucharada tras cucharada. Sólo me quedaba volar.

DECIMOSEXTO. Brioche. Y entonces llegó un viejo conocido. “Yo no lo he probado aún”, le confesé. Me miró extrañado. Era así. Se trataba de un brioche a su manera; quizá demasiado dulzón para mi gusto, ya estaba empachado de emociones. Sólo ‘quizá demasiado dulzón’, porque la verdad es que la cuchara rodó golosa por ese bol plateado hasta dejarlo tan limpio que el espejo al que se asomaba Maléfica. “Espejito, espejito ¿hay alguien más feliz en este reino que Cooking en l’Escaleta?”, le pregunté. Y se hizo el silencio.

 

SILENCIO. HUBO SILENCIO. Allí arriba, en la gloria, se hizo el silencio. Alberto susurraba a sus vinos. Quizá los acunaba. Kiko volvía a su casa a abrazar a su gente, con el sol ya casi apagándose por las montañas. Vicente Pavia salía a correr siempre discreto por la línea del nirvana. Y Andrés, recolocaba sonriente las rosas rojas sobre la mesa cero, mientras el delirio gastronómico me mantenía en trance. Estaba feliz como el peregrino que alcanza su meta y duerme sus sueños.

Y si te gusta el nuevo menú de L’Escaleta,
más te gustará la historia de quien lo interpreta.
DOMINGO, 13 DE MARZO
SÓLO EN LAS PROVINCIAS #PAPEL
LA HISTORIA DE UN RESTAURANTE IMPRESCINDIBLE 

Cuentos con patatas, recetas al tutún y otras gastrosofías

Sobre el autor

Soy un contador de historias. Un cocinero de palabras que vengo a cocer pasiones, aliñar emociones y desvelarte los secretos de los magos de nuestra cocina. Bajo la piel del superagente Cooking, un espía atolondrado y afincado en el País de las Gastrosofías, te invito a subirte a este delantal para sobrevolar fábulas culinarias y descubrir que la esencia de los días se esconde en la sal de la vida.


marzo 2016
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