Me hizo la propuesta. Y no, no pude decir que no. De hecho, creo que me la hizo porque veía en el blanco de mis ojos que deseaba que me la hiciera. Y pasó.
“El viejo limpió la hoja de su cuchillo y soltó el remo.
Luego cogió la escota y la vela se llenó de aire y el viejo puso el bote en su derrota”
Ernest Hemingway. ‘El viejo y el Mar’
Caminé hasta Vinícolas, con la tarde en pleno apogeo: el sol muy de primavera y la brisa colándose como un remolino de vidilla que hacía fácil la travesía.
Mientras paseaba por lo que hace ya una década era un circuito de coches de Fórmula 1 (que ahora da cierta pena verlo en algunos tramos), por el canal de acceso a La Marina, camino hacia la Lonja, llegaban las primeras barcas a puerto. En su interior, limpiaban y ordenaban la captura. El Ventumar, el Filigrana, el Cantal De D’ Alt, el Miromar… Creo que el último fue el Pausep. “Nosotros nos alejamos a 10, o a 20… o a 30 kilómetros… dónde esté el pescado”, aseguró Felipe Gimeno, el armador de este barco que era, tal y como Raúl Aleixandre me había advertido, donde iba a llegar la artillería: gambas, cigalas, quisquillas…
Cuando recogí a Raúl en Vinícolas, el cocinero y su equipo remataban el servicio. Dos mesas quedaban en la sala. Esa sala acariciada por el sol casi como un suspiro. En una de ellas, el actor Juan Echanove, Cuchita Lluch (su esposa) y un amigo, Germán Ros. En la cocina, que era donde todo realmente sucedía, remataban seis raciones de arroz a la plancha. “Ves, no tiene misterio”, me dijo el cocinero cuando vio que los ojos salían de sus órbitas al descubrir ese maravilloso secreto de Aleixandre, pura marca de la casa. “Qué fácil parece viéndote hacerlo a ti”, refunfuñé intentando ver en qué punto de cocción se colocaba el arroz en la sartén.
En realidad, Raúl lo hace todo fácil. Hasta llevarte a la Lonja. “No vengas con corbata ni cosas de esas, ¿eh? Eso es la guerra”, me advirtió cuando me citó. No se me hubiese pasado por la cabeza, la verdad. De hecho, la corbata y yo somos viejos desconocidos. En cualquier caso, al entrar a la cofradía entendí porque me lo decía. Aunque, eso sí, estaba tal y como lo esperaba. Auténticamente auténtico: aroma a mar, charcos dispersos, decenas de cajas con pescado fresco que tenía un color y una vida que se apoderaba de todo.
Te apetecía coger los salmonetes y abrazarlos, oler la sepia al tiempo que la apretabas con las manos, fotografiar los rojos, los rosas y los anaranjados de las escorpas que lucían con una belleza extrema a la espera de desfilar por la cinta para conocer quién será el afortunado que podrá contar con ella en su parada del mercado, en su pescadería, en su restaurante o en su cocina.
“La gente que venimos asiduamente tenemos nuestro pulsador”, me fue explicando Raúl, con uno de ellos en la mano. “Y ahí verás dos pantallas: una con el producto y el precio de salida y otra con quién se lo ha quedado y a qué precio”. Y vi pulpos que salían a 6,50 euros el kilo y quedaban cerca de 4. Y vi desfilar por aquella cinta que parecía transportar el mar, los rapes, la morralla, el pajel… galeras y gambas y muchas cosas más.
A nuestro lado, Bernd H. Knöller, el chef alemán esperaba ver desfilar por la cinta algo que le cautivara para llevárselo a la cocina del Riff. En la fila de delante, Manolo y Miriam Andrés, que actualmente tienen en concesión el Veles e Vents, buceaban también por los encantos de La Lonja.
Porque la Lonja de pescadores, al margen del negocio, de lo que es el puro día a día, esconde en su interior todo un maremoto de esencias. En ella, están los rostros y las manos de nuestros pescadores. Muchos de ellos, jóvenes que se han hecho a la mar. En muchos casos, para seguir con una tradición familiar; en otros, como medio de subsistencia. O ambas cosas. Incluso, y seguro que ésta es la causa principal, porque aman esa profesión. A pesar de su dureza. Que ya les aseguro que lo es.
(“los rostros, las manos, los frutos del mar…”)
“Cuando quieras te vienes con el barco”, me dijo Javier Gimeno. Tiene ahora cerca de treinta años y él y su hermano Felipe han cogido el relevo de su padre, Patrón Mayor de la Cofradía de Pescadores. “Pero eso sí, tenemos que salir a las cuatro y algo de la mañana”, me advirtió Raúl.
A esas horas, el mar está frío y su brisa afilada. De las que cortan la piel. La suya, la de Javier y Felipe, se nota curtida por ambas cosas. Por el frío y por la brisa. Y por el sol, también. Y la sal. Hasta su mirada, que al caer la tarde parece empañada de cansancio, tiene ese toque curtido, casi tostado, de quien dedica su vida a surcar el mar. Les escribiría Rafael Alberti:
“retorcedme sobre el mar,
al sol, como si mi cuerpo
fuera el jirón de una vela”
¡
(“el mar está frío y su brisa afilada”)
“Mira los ojos del pescado”, exclamó Raúl cogiendo un pequeño salmonete con su mano. Eran casi dorados y te miraban como si el tránsito del mar a la tierra todavía no se hubiese culminado. Te hablaban de vida y su tono era limpio, nítido, brillante. Como su piel hecha de escamas. Plateadas y al tiempo doradas y rosadas, como las sirenas. “Mira las branquias; así se descubre la frescura de un pescado”. Todo olía mar. A Mediterráneo. A sano. Incluso te diría que a respeto por lo que allí estaba pasando.
La subasta, tan tradicional y que tanto habla de la historia de los Poblados Marítimos, transcurría casi cíclica, con un silencio sepulcral, con alguna risa espontánea entre colegas y poco más. Caja a caja, el hielo protegiendo y el velo de la mar haciendo brillar el momento entre sus destellos.
“Nos vamos a merendar”, me dijo Raúl al terminar la subasta. Ya en su local, de nuevo, el cocinero lo hizo todo fácil. Tres sartenes. Dos con sal, sin más. Una con un buen chorro de aceite. En las dos primeras, la gamba blanca –hay muy poca por estos lares- y la quisquilla que estaba hermosa, limpia y brillante como ella sola. “Esta huevada, ¿ves?”, me hizo observar Juan Echanove –que, como cuando iba comiéndose este país, se había metido en la cocina a ver qué se merendaba-.
Un azul intenso, inalcanzable, llenaba el interior de la quisquilla. “Esto es vida, ¡es vida! Mira qué azul”, enfatizó el actor. Era el azul del Mediterráneo. Era la fuerza de lo más profundo de ese mar que susurraba a nuestro lado…
En la tercera sartén salteó Raúl unas cigalas, sin más. “Vas a tocar la gloria”, me advirtió el chef. Y sí, tenía razón. “Hay productos que vale la pena no tocarlos, si no puedes mejorarlo”, me dijo, reiterando lo que ya me había comentado en alguna que otra ocasión. Aquellas cigalas eran la gloria. O al menos, una extensión de ella. Una isla bendita en el mar.
De regreso, con la Lonja medio dormida, paseé entre las redes extendidas y las barcazas atracadas. Algunos pescadores limpiaban, preparaban aparejos y cubiertas para la próxima madrugada. En el bar de la Lonja, otros pescadores y pescaderos, algún turista y algún lugareño, se tomaban unas cañas para finiquitar la tarde que se empeñaba en esfumarse. Desaparecer para volver. Como las olas, que van y vienen. Y así volé…
“El pez apareció sobre el agua en toda su longitud y luego volvió a entrar en ella dulcemente, como un buzo, y el viejo vio la hoja de la guadaña de su cola sumergiéndose y el sedal comenzó a correr velozmente”.
Ernest Hemingway. ‘El viejo y el Mar’
Una imagen para el recuerdo… y unas redes para seguir pescado
h i s t o r i a s c o n d e l a n t a l