El drama del político es que vive convencido de su poder. Su poder no es espectacular ni diabólico. No es un superpoder ni un dominio portentoso del mundo entero.

Es tan sencillo como creerse capaz de arreglar aquello que se propone. El político cree de verdad que su voto ante un proyecto de ley es una varita mágica que soluciona los graves problemas del mundo. ¿Hay violencia de género? Hagamos una ley. ¿Hay fracaso escolar? Saquemos una nueva ley de educación. ¿La gente se suicida por los desahucios? Aprobemos un cambio urgente.

Su drama es comprobar que su acción no tiene efectos inmediatos. Quizás ni siquiera llegue a ver el cambio social que es capaz de provocar. Por eso se endiosó Zapatero y terminó deprimido: él cambió el matrimonio en apenas unos meses. Ahí sintió su poder. Sin embargo, no consiguió sortear la crisis ni las situaciones terribles que viven los parados. Ni su Plan E ni sus inyecciones de dinero para contrataciones forzosas solucionaron el problema.

Esa misma frustración puede estar instalándose en Mariano Rajoy. Su llegada al poder iba a ser un bálsamo pero en pleno tsunami es difícil encontrar un remanso de paz.

Ayer mismo experimentó otro momento parecido: con las medidas de urgencia aún calientes del horno, comenzamos el día con otro suicidio por desahucio. Y lo malo es que nos acostumbramos.

Es tan salvaje la realidad que corremos el riesgo de considerar el suicidio como la única alerta de desastre. Puede que, incluso, esas decisiones tremendas nos impidan ver el bosque de los dramas cotidianos. De quienes se sienten al borde del precipicio pero saben que dar un paso y saltar no haría sino incrementar el sufrimiento de los suyos. Que en el fondo un suicidio es un acto de renuncia.

Es lo malo de tomar decisiones tardías. El daño ya está hecho. En lugar de favorecer alquileres sociales y VPO, hincharon la burbuja. Y ahora quieren ser Harry Potter.

Enviado desde Leh Manali Hwy, Himachal Pradesh, India.