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María José Pou

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La solemnidad franciscana del Papa

Durante estos días de lluvia en Roma no han sido pocas las veces en las que el cielo se ha reflejado en el suelo. Cúpulas, torres o columnas aparecían “fotografiadas” por un caprichoso charco que quedaba entre los sampietrinos. Sin embargo, para muchos argentinos, ayer sucedió el milagro: el cielo era reflejo del suelo; las nubes, que dejaban ver el azul solo en parte, consiguieron reproducir el blanco y celeste de su bandera patria. La misma que la del Papa.

No era extraño. Entre las decenas de banderas, pancartas y pañolones, destacaba esa, llegada desde Mar de Plata para acompañar al Papa Francisco en el inicio de su pontificado. Todo para evitar que el Papa se sintiera solo.

Era imposible. La acogida que los fieles dispensaron ayer a Francisco I recordaba a los días más carismáticos de Juan Pablo II. Miles de ellos se agolpaban en las entradas a la plaza desde muy temprano; algunos habían pasado la noche, otros llegaban andando porque el transporte había sido vetado en buena parte de la ciudad. Unas zonas, por ser los escenarios de la ceremonia; otras, por albergar a las 132 delegaciones de otros tantos países que se dieron cita ayer en Roma.

El Gianícolo, por ejemplo, estaba más “bunkerizado” de lo habitual porque la embajada estadounidense acogía al vicepresidente, Joe Biden. De hecho, la noche anterior a la misa, Roma era un ir y venir de coches oficiales escoltados por carabinieri con las sirenas a toda máquina y los velocímetros en posiciones inconfesables.

La razón era la recepción que la embajada de cada país ante la Santa Sede celebraba para agasajar a sus huéspedes. La de España no fue menos. Desde las siete de la tarde, una concentración de gente y guardias civiles a los pies de la Inmaculada indicaba que algo pasaba en el interior. Los turistas preguntaban a los periodistas quienes, pacientemente, les explicaban que estaban a punto de llegar los Príncipes herederos de España. En efecto. Primero apareció Rajoy junto a García-Margallo paseando con tranquilidad; después se vio salir a Gallardón con una maleta de Louis Vuitton para dejarla en el hotel acompañado de Fernández Díaz y, por último, una comitiva de coches entró como un suspiro en la embajada. No hubo tiempo ni de terminar la frase ¡”allí llegan!”. Tampoco hubo demasiada ocasión de verles dentro a juzgar por el “vámonos, nos echan” que se le escuchó a Letizia.

Por la mañana no podía decir lo mismo. En San Pedro se les esperaba y se les quería. La república italiana, en el fondo, adora a los príncipes, siempre que no sean suyos.

La ceremonia no tuvo sorpresas, ni siquiera aquellas a las que nos está acostumbrando Francisco. A pesar de las advertencias del portavoz, Lombardi, tampoco hubo improvisación en la homilía.

Un alivio para los responsables de seguridad, de protocolo y de prensa. Ayer pudieron respirar después de una semana de infarto, a pesar del gran despliegue que exige un acto de estas dimensiones. Eso no significa que Francisco no dejara su impronta en la jornada. Lo hizo optando por Papamóvil sin cristales blindados, como Juan Pablo II antes del atentado; por una casulla blanca en lugar de la dorada propia de grandes ceremonias, como la que llevó Benedicto XVI, o de una homilía catequética y no programática. En definitiva, respetando la solemnidad del momento pero sin esclavitud. Una solemnidad que bien puede calificarse de “franciscana”. En todos los sentidos.

Socarronería valenciana de última generación

Sobre el autor

Divide su tiempo entre las columnas para el periódico, las clases y la investigación en la universidad y el estudio de cualquier cosa poco útil pero apasionante. El resto del tiempo lo dedica a la cocina y al voluntariado con protectoras de animales.