Si hace un siglo, España aún tenía pendiente la reforma agraria, hoy todavía no ha abordado a fondo la reforma forestal. El siglo XX, sobre todo en su primera mitad, vio cómo nuestro país sufría enormes desigualdades nacidas de la propiedad de la tierra y del injusto reparto del trabajo. Y aunque ahora sigamos viendo malas soluciones en algunas zonas volcadas en la agricultura como Andalucía o Extremadura, los problemas del campo son otros, quizás graves, pero de distinto cariz. Al menos en eso se ha avanzado. Otra cosa es la propiedad, el cuidado y la gestión de los montes. Cuando constatamos la realidad y el olvido social hacia ese tesoro, parece que estemos en el siglo pasado, con el agravante de que al descuido se une un cambio climático y una meteorología que en nada favorecen su supervivencia. Bien lo sabemos en la Comunidad Valenciana, que apenas ha visto llover en los últimos meses y conoce bien lo que eso significa si confluye con la reducción de medios, de prudencia o de insensatez normativa.
La nueva ley que va a llegar al parlamento en breve se debate entre la regulación y la buena fe. Dice combatir los incendios intencionados pero permite construir en zonas quemadas si es de interés general prevalente. La razón que alega la ministra es tan inquietante como su contraria. Argumenta que con ello se pretende evitar la quema intencionada de una zona cuando se anuncia una obra pública que exige expropiación. De ese modo el propietario se asegura que no se tocará su terreno durante tres décadas. Lo opuesto era el pan nuestro de cada día hasta hace relativamente poco: la quema de un monte en el que, poco después, aparecía alguna urbanización oportunamente situada sobre sus rescoldos. Confieso que no me parece descabellada la hipótesis de la ministra pero su frecuencia y consecuencias son mucho menos graves que la segunda, tantas veces constatada. El problema radica en la pregunta esencial: ¿quién se encarga del monte? Las autoridades públicas no tienen los mismos recursos que hace años y, en ocasiones, ni siquiera la autorización para entrar en un terreno particular y limpiar lo que es un riesgo a gritos. Los propietarios aún lo tienen peor para sostener ese patrimonio o simplemente no lo contemplan como lo harían si en sus lindes estuviera la catedral de León. Y, mientras tanto, los ciudadanos nos movilizamos más por asuntos de menor enjundia y futuro incierto que por la riqueza ambiental de nuestro país. Salvo que toque el bolsillo de algún colectivo profesional. Ni siquiera exigimos que haya planes de gestión o que se impongan correctivos para compensar la realidad de que los bienes del patrimonio ambiental, que por definición deberían ser públicos, estén en manos privadas. Como ocurre con las playas. No parece que nos vaya la vida en ello. Aunque vaya la de nuestros hijos y nietos.