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María José Pou

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Notre Dame

Si hay un país que presume de laicista y que es ejemplo de una escrupulosa distancia entre las creencias personales y la esfera de lo público, es Francia. La Revolución de 1789 enterró a todos los dioses que hasta el momento habían presidido los altares de iglesias y capillas y hacia los que se habían elevado las oraciones de los franceses durante siglos. Para Termidor, solo había una diosa, la diosa Razón, y esa dama no se llevaba nada bien con los que hasta entonces protagonizaban ritos y acaparaban inciensos.

A pesar de su orgulloso laicismo, el París acribillado a balazos no se planteó un espacio distinto para rezar y recordar a las víctimas de los atentados del viernes que Notre Dame. Una catedral católica. Allí no hubo quejas por elegirla como lugar de rezo comunitario. Es cierto que la ceremonia fue multirreligiosa, con sensibilidad hacia cristianos, judíos y musulmanes en justa correspondencia con la realidad demográfica francesa, pero bien podían haberse alzado voces contrarias a un marco católico como espacio de reunión. Nadie lo hizo. Notre Dame es París y es Francia. Y estos momentos son de dolor, de emoción y de muchas personas, con el corazón destrozado, que miran al cielo buscando respuestas, o como mínimo, consuelo.

Frente a eso, todo lo demás suena a discurso vano, aprovechado, hipócrita y fuera de lugar. A quienes hoy lloran a hijas, novios, esposas o amigos les importa un bledo el debate demagógico sobre un Estado laico. Quieren sentir que es toda Francia la que los arropa, que somos todos los europeos y todo hombre y toda mujer de buena voluntad quienes sufrimos con su dolor. Y, si entre todos esos –la mayoría, desconocidos- hay quien eleva una oración por su ser querido y por él mismo, para que pueda retomar su vida y sentir algo de alivio en su infierno particular, bienvenida sea la oración. Rece a quien rece y crea en quien crea. Francia no tiene los complejos de la ñoña España, siempre con remilgos anticlericales pasados de fecha. Allí nadie llamó asesino a Hollande ni se fue a las sedes de los partidos que apoyan la intervención en Siria para gritar consignas de patio de colegio. Ni siquiera a Le Pen. No hay tiempo ni ganas de eso. La prioridad es acompañar a las familias, apoyar a las fuerzas de seguridad en su difícil tarea, levantar la cabeza y cantar el himno nacional haciendo con ello una declaración de principios. Es Francia quien se levanta, no cuatro patriotas desfasados. Seremos la nación más antigua de Europa, como se encargan de recordar a Cataluña estos días, pero también en la rancia España tenemos mucho que aprender. La unidad de estos días no es incompatible con el sereno debate sobre las medidas que se deben adoptar ante la amenaza yihadista. Ni la oración, de quien sea creyente, empaña la laicidad estatal que no las rechaza todas, sino al contrario.

Socarronería valenciana de última generación

Sobre el autor

Divide su tiempo entre las columnas para el periódico, las clases y la investigación en la universidad y el estudio de cualquier cosa poco útil pero apasionante. El resto del tiempo lo dedica a la cocina y al voluntariado con protectoras de animales.


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