Una de las cosas que más llama la atención cuando se viaja a Israel es la presencia habitual de soldados en la calle. Como si fuera policía local. Con toda normalidad. Su despliegue no es cosa de ahora, por la llamada “Intifada de los cuchillos”, sino que se viene produciendo desde hace tiempo aunque en determinados momentos del año o, ante amenazas concretas como las actuales, se incremente. No hay controles más duros de equipajes y viajeros que los realizados en el aeropuerto Ben Gurion, en Tel Aviv, o en los vuelos que, desde Valencia, tienen como destino Israel. Hasta dentaduras postizas y mapas del país he visto revisar por si en ellos se pudiera haber escondido algo. Se comprende. Toda medida es poca cuando un Estado ha de proteger a su población y a quienes visitan su territorio de una amenaza constante y real.
Este fin de semana, Bruselas parecía Jerusalén, con tanquetas en las esquinas y la posibilidad de un ataque por sorpresa de algún “lobo solitario”. Cierto que el nivel de alarma era muy superior, acrecentado por la infrecuencia, precisamente, de esa presencia militar en el corazón de la Europa más pacífica. Sin embargo, es una imagen a la que, quizás, tengamos que acostumbrarnos. Y la perspectiva no puede ser más desoladora.
Militarizar la vida ciudadana europea, aunque ahora nos parezca inevitable porque estamos bajo el shock de lo sucedido en París y la amenaza belga, representa un fracaso de la lucha antiterrorista y, sobre todo, de la convivencia. Convertir cualquier gesto en sospechoso, o cualquier actividad en grupo, en peligrosa, condicionaría nuestra vida hasta el punto de modificar nuestros hábitos y nuestra forma de ver al otro. Sin embargo, no podemos cerrar los ojos a la realidad en nombre de un buenismo poco resolutivo.
Tal vez la solución pase por incrementar las fuerzas especiales de la policía, reenfocar su formación hacia la nueva lucha antiterrorista urbana y ofrecer a los ciudadanos pautas de comportamiento en caso de ataque o amenaza real. Al menos, debería evaluarse la necesidad de todo ello, aunque en un principio pueda tener un efecto de retroalimentación. Un ciudadano que recibe consejos sobre cómo actuar ante un atentado de este tipo incrementa su miedo a sufrirlo con las consecuencias perniciosas que ese temor puede causar: denuncias falsas, psicosis o acciones descontroladas de defensa preventiva. Sin embargo, el terror desplegado en París estos días es una guerra de guerrillas por las calles de las grandes ciudades difícil de prever, de ahí que sea necesario dotar a los ciudadanos de herramientas para colaborar con las fuerzas del orden. No se trata de imitar a Israel en su militarización global sino a Japón en su educación para saber responder a un terremoto. Si esta es nuestra peor amenaza, al menos que sepamos eludir sus efectos y combatir el miedo.