Localización satelital en los móviles, coches que conducen solos gracias a la cartografía digital, seguimiento instantáneo de cualquier avión desde una app, imágenes de teledetección al alcance de cualquiera… La ubicación con la máxima exactitud se ha convertido en algo imprescindible, pese a que estar en un lugar concreto es cada vez menos necesario para realizar cualquier tarea, gracias a las videoconferencias, las redes sociales, la administración electrónica… Vivimos en la sociedad más ‘geodominada’ de la historia, pero también en la menos ‘geodependiente’.
Estar en un lugar u otro importa cada vez menos. El hipocentro de la red urbana global más tradicional, la que por muchos años liderarán Nueva York, Londres y París, puede estar ya en todas partes. Las economías de localización se diluyen en la era del conocimiento y algunas de las actividades más ligadas a las grandes ciudades, como la formación de prestigio, la investigación de alta tecnología, la banca de inversión o la abogacía de los negocios, empiezan a vivir las primeras experiencias de deslocalización, gracias a los avances en el transporte y las comunicaciones.
Hace años que las grandes empresas de todo el mundo pujaron por la deslocalización, consecuencia necesaria de la globalización. Pero entonces, cuando el fenómeno empezó a amenazar a las zonas industriales del mundo desarrollado, se trataba eminentemente de desplazar a países con bajos costes de producción las actividades menos intensivas en conocimiento. No mucho después, los consumidores occidentales empezamos a recibir llamadas desde Perú, la India o Marruecos; cuando las multinacionales trasladaron sus servicios de atención beneficiándose de la inmensa extensión de las comunidades lingüísticas de las tres grandes lenguas globales.
Ahora es diferente. Los precios abusivos de los inmuebles en las localizaciones más deseadas del mundo empresarial, como el Midtown, la City o La Défense; junto con los costes salariales de las mayores ciudades del globo y la menguante calidad de vida, han puesto el ojo de algunos empresarios en las ciudades medias como alternativa. Algunos de los despachos de abogados más importantes del Reino Unido ya han trasladado parte de sus oficinas a Escocia u otros lugares con precios más bajos pero igual de atractivos que la capital, dejando en Londres lo esencial. Y la dinámica continúa y parece que se incrementará en los próximos años.
¿Puede Valencia aspirar a competir por los mejores empleos con Nueva York, Londres o París? ¿Siquiera con Barcelona o Madrid? Calidad de vida, climatología benigna, servicios sanitarios y educativos de primera calidad, una oferta suficiente de formación que garantice una fuente de profesionales muy capacitados, una población con amplios conocimientos de idiomas (y no, no me refiero sólo al inglés, que ya no es diferencial) y, sobre todo, buenas comunicaciones con el mundo, ágiles y directas, son las piezas necesarias para empezar a brillar entre las miles de opciones que pueden plantearse ante el consejo de administración de una multinacional. Y, por supuesto, voluntad, tanto social como política, para dar una bienvenida fácil y rápida a los potenciales inversores.
Son cualidades que pocas ciudades en el mundo disponen y que, aun siendo difíciles, podemos aspirar a conseguir. Contamos con una ubicación excelente en el Mediterráneo; hospitales, centros de investigación y universidades de referencia –a las que no vendría mal una actualización a las nuevas realidades; una juventud formada, una sociedad emprendedora, iniciativas de referencia del sector privado como el campus europeo de la Berklee School of Music, EDEM o Lanzadera… pero también obstáculos, como una ‘marca de ciudad’ muy poco reconocida, a la que el abandono de todas las iniciativas públicas de posicionamiento, como los grandes eventos deportivos de los últimos años, hace un flaco favor, y unas comunicaciones aéreas, pese a los grandes avances de una década, todavía deficientes –primacía del ‘bajo coste’ y escasas conexiones con los hubs globales-; por no hablar de las ferroviarias, con el flagrante fracaso del corredor mediterráneo y la estación desmontable.
Que hoy, siendo realistas, sea una utopía que Valencia compita con las ‘ciudades alfa’, el selecto club en el que no hay ninguna ciudad española y ni siquiera del Mediterráneo, no quiere decir que se baje la guardia en los esfuerzos para conseguir posicionar al Cap i Casal en la primera división de la liga urbana, con un poder atractivo suficiente como para que multinacionales, universidades y organismos internacionales de primera línea puedan optar por establecerse aquí, creando empleo de calidad y generando riqueza. La globalización nos ha puesto en la línea de salida de una carrera que, sin los avances de los últimos veinte años, sería imposible que corriésemos. Pero no basta, debemos esforzarnos en llegar a la meta.