Si hay una frase famosa en el relato político valenciano reciente, sin duda, es aquella que pronunció Ricardo Costa un 9 de octubre de hace no muchos años: “la fiesta en Valencia no acaba nunca”, dijo. Lo cierto es que, despojada ya la frase de las tensas e impías connotaciones de aquel momento, no le faltaba razón al entonces secretario general del PP valenciano. La fiesta en Valencia no acaba, no debe acabar. No podemos dejar que acabe.
Aunque los repetitivos chascarrillos con la corrupción y Valencia se adueñan de las redes sociales y de las sátiras televisivas cada vez que se destapa un nuevo capítulo de esta ya lacra nacional, flaco favor nos hacemos los valencianos sumándonos, de un modo ingenuo –cual cordero que invita al lobo a comer-, al escarnio de una tierra que, más allá de glorias, ofrenda al conjunto de España buena parte de su sustento económico y de su proyección internacional.
Se dice, con sorna, que la corrupción es como la paella: donde mejor se hace es en Valencia. Supongo que se olvida el gazpacho andaluz de los ERE, el cocido madrileño de Gürtel, la escalivada catalana que preparan en casa de los Pujol, el llonguet balear del Palma Arena o la nouvelle cuisine palaciega del caso Noos. Ni la corrupción es patrimonio valenciano, ni los corruptos gozan aquí, por suerte o por desgracia, de un trato diferente del que tengan en cualquier otro territorio.
Valencia es más que los saqueadores e indecentes sin ética ni estética que nos han robado a todos con sonrisa de impunidad y sonoro aplauso; más que los gánsteres que lavaban dinero al por menor cual banda de rateros a pesar de cobrar holgados salarios públicos. Valencia es más que todo eso. Más que la insultante indignidad de algunos –demasiados- políticos, de los que nos avergonzamos y que nos han provocado esta profunda sensación de estafa. Más que el sparring de la prensa nacional al que golpear con todos los males de España para así dejar incólume a las inocentes tierras mesetarias. Ya lo hicieron, por cierto, con la burbuja inmobiliaria, presentada al mundo como una voraz enfermedad de la costa valenciana cuando, en realidad, es un mal más propio de la periferia madrileña.
Lo que los sinvergüenzas, que serán juzgados y condenados, han hecho con nuestro dinero y nuestra dignidad no tiene ya solución. No se puede volver atrás. Pero no podemos –no debemos- cavar nuestra fosa como pueblo aceptando de buena gana el absurdo sambenito de gentes corruptas, la asociación entre la ‘marca Valencia’ y la corrupción, que lastraría sin piedad la imagen de una ciudad y un territorio que han sido a lo largo de siglos una puerta al mundo y un foco de prosperidad y de innovación en España y que, no sin esfuerzo, debe seguir siéndolo. No podemos tolerar que se eche al fuego purificador a una sociedad entera de cinco millones de personas. Recordad que cada 19 de marzo quemamos los ninots, pero no la ciudad. Y, sobre todo, que después de cada cremà vuelve a empezar la fiesta.