No me gustan los festivales de música. No es que tenga nada contra la música, más bien al contrario, soy un melómano, pero tengo la sensación –no muy desencaminada- de que la música es tan irrelevante en esos eventos como principal es pillarse una tajada de campeonato. Sin embargo, no he podido abstraerme del culebrón que se ha generado a propósito de la fallida celebración del festival Mare Nostrum en la playa de Alboraya.
Me había prometido a mí mismo que no escribiría de este tema pese a que tiene todos los ingredientes necesarios para hacérmelo imprescindible: urbanismo, derecho administrativo, entorno de huerta… y polémica, mucha polémica. Pero he leído la carta que uno de los organizadores del festival Mare Nostrum ha enviado a Las Provincias, su lógica indignación –quizás algo sobreactuada- y su relato y he cambiado de opinión.
A primera vista, parece razonable que el alcalde de Alboraya haya decidido no ponerle su cabeza en bandeja de plata al Ministerio Fiscal y no haya autorizado el festival, que ha acabado cancelándose. Se esperaba que se celebrase este fin de semana. Tan convencidos estaban de ello los organizadores que incluso anunciaron su continuación a pesar de los informes negativos. Al final, no obstante, no se ha escuchado música en la playa de ‘els Peixets’: la policía desalojó a los asistentes este viernes.
Lo cierto es que el lugar es cualquier cosa menos idóneo: motivos elementales de seguridad y preservación del medio ambiente desaconsejan encerrar a veinte mil personas entre un barranco, una autopista y el mar, todo ello sin accesos asfaltados y sobre un espacio natural –por mucho que, dicho sea de paso, el valor ambiental de ese espacio sea poco más que el del parking de un hipermercado de extrarradio (que he dicho que no me gustan los festivales, pero no por eso voy a ser menos objetivo).
Aun con todo, parafraseo a los inmobiliarios americanos: “ubicación, ubicación, ubicación”. Y los chicos del Mare Nostrum han fallado, sin duda, en la ubicación. No han sabido prever los evidentes riesgos jurídicos (sí, existen y hay que preverlos) a los que se enfrentaban en ese contexto, aderezados por una pugna política difícilmente comprensible, el habitual fenómeno ‘nimby’ (o de oposición a todo lo que se haga cerca de mi casa) personificado en el pseudoecologismo patriotero –y patatero- de Per l’Horta y un ayuntamiento más interesado en imponer su voluntad que en acatar la ley, que les ha generado una falsa esperanza en que el evento sería autorizado –quebrando el principio de confianza legítima y generándoles una lesión en su patrimonio que, si de mí dependiese, sería inmediatamente reclamada a la Administración-.
Pero si hay algo que sí comparto con los organizadores del festival es que les han engañado. Sumidos en una espiral de administración pública lenta e hipertrofiada, llevados de ventanilla en ventanilla, como le pasó al Monsieur Sans-délai de Mariano José de Larra, han acabado hundiéndoles de “vuelva usted mañana” en “venga usted más tarde”. El control administrativo de una actuación de este calado no puede dar un resultado imprevisible, tardío y contrario a los actos propios precedentes, que generaban la confianza de que la autorización llegaría.
A toro pasado, lo importante no ya es si debió autorizarse o no la celebración de un evento de esa magnitud en esa ubicación –salvo, claro está, para sus promotores-. La potestad, del municipio, se ha ejercido rechazando la autorización y, a la vista del interés inusitado que puso el gobierno local en defender el festival, si no se ha acabado autorizando es por motivos de calado. Lo contrario hubiera sido prevaricar. Ahora, lo verdaderamente importante –y necesario- es la reflexión acerca de si es normal que un negocio que comporta una inversión de cientos de miles de euros esté a la expectativa de la autorización administrativa hasta horas antes de abrir las puertas. Si es normal que, entre burócratas, partidos y grupos de presión se ahuyenten las inversiones. Pues, por supuesto, el dinero no compra el derecho a que la administración te dé un “sí” a todo; pero el derecho sí debería imponer a la administración a que la respuesta, afirmativa o negativa, llegue pronto y sin sufrir un dantesco viaje a los infiernos. Porque el dinero ni sufre, ni espera; pero se marcha con su música a otra parte.