Cada vez que hay un incendio forestal –y si este es en un lugar de extraordinario valor ambiental, como el entorno de los dos parques naturales que rodean la ciudad de Xàbia- surgen algunas reacciones, que más que de tristeza, de solidaridad o de rabia frente a los desalmados que son capaces de armarse de una garrafa de combustible y quemar un bosque, se centran, rápidamente, en los espurios y ocultos intereses tras el fuego, en cómo el Club Bildelberg, los Illuminati y el Contubernio de Múnich se alían para mandar a un psicópata con gasolina a quemar lo primero que se encuentre. Pero no, no, no y mil veces no, los incendios forestales no son fruto de una conspiración inmobiliaria para especular con el suelo, diga lo que diga la cultura popular, el más hater de los influencers de Twitter –dispuesto a contradecir, incluso a Greenpeace- o el mismísimo presidente de la Generalitat.
Y es que, a pesar de lo electoralmente rentable o de lo cómodo que pueda ser dar esta insostenible justificación al inexplicable fenómeno de la piromanía –que, sin duda, obliga a un mayor esfuerzo en prevención y vigilancia y merece el endurecimiento de las penas y, especialmente, el efectivo cumplimiento de la responsabilidad civil que llevan aparejada- urbanizar el suelo forestal incendiado es prácticamente imposible en nuestro ordenamiento jurídico, y quien diga lo contrario, falta ostensiblemente a la verdad. Pero ya se sabe, los caminos de la demagogia son inescrutables y, cuando hay fuego, qué mejor que decir que el adversario pasaba por allí con un mechero.
Es más simple que todo el enrevesado debate conspiranoico: la ley estatal de Montes –en una más que posible intromisión inconstitucional en las competencias autonómicas en urbanismo, pero no es lo que nos ocupa- prohíbe taxativamente urbanizar el suelo forestal incendiado, al menos durante 30 años salvo, claro está, que estuviese previsto con anterioridad al incendio; algo que es prácticamente imposible en España, y más en la Comunitat Valenciana donde casi todo bosque es suelo protegido y esta protección es -afortunada y acertadamente- casi irreversible con la más reciente jurisprudencia de nuestros tribunales. La excepción, no obstante, existe, y es la que permite a los Parlamentos autonómicos o a las Cortes Generales, por ley, levantar la prohibición. Es decir, que para poder urbanizar un suelo quemado hace falta lo mismo que para derogar la ley que prohíbe urbanizarlo: otra ley. Desde luego, no parece una puerta abierta a la reclasificación desmedida y a cambiar pinos por hormigón; argumentación que sólo sostendría sin avergonzarse quien carezca hasta de la más mínima noción de nuestro derecho urbanístico.
Realmente, más que facilitar la especulación, el incendio la complica. A nadie se le escapa que sería mucho más sencillo edificar en un monte antes del incendio que después, porque para hacerlo bastaría la modificación del planeamiento urbanístico, con la, sin duda, mucho menos complicada aprobación municipal y de la administración autonómica; sin un fuego que apagar, sin una ley ad hoc aprobada por el parlamento, sin dar explicaciones, sin levantar la liebre del incendio provocado ni sus consecuencias penales… Pero, claro, contar esto, reconozcámoslo, recibe muchos menos retuits de la muchedumbre enfurecida.
Mientras tanto, tenemos un gobierno empeñado en cambiar la ley para prohibir lo que sólo se puede autorizar por una ley igual que la que podría derogar la prohibición, todo sea por el paripé. Y la maquinaria pesada preparada para entrar, seguro, sin miramientos, a arrasar lo poco que quede en el bosque quemado con la excusa de reforestar, mientras los expertos –entre los mejores del mundo en la materia, algunos valencianos- nos dicen que ahorremos todos esos millones, protejamos el suelo de la erosión y dejemos pasar el tiempo. Pero, no, aquí mejor aplaudamos siempre a los demagogos; porque los malos vicios no se los lleva el fuego.