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Víctor Soriano

Reinterpretando el mapa

Trump y el Acuerdo de París

El reciente anuncio de Donald Trump de retirar a los Estados Unidos del Acuerdo de París contra el cambio climático alcanzado en la COP 21 que se celebró en el complejo franciliano de Le Bourget en 2015, ha caído como un jarro de agua fría a toda la comunidad internacional, especialmente a los actores más implicados en que se alcanzara el consenso –Francia no esconde su ofensa e indignación por la decisión de la Casa Blanca, junto con el resto de la Unión Europea-, pero también a quienes se haría, en principio, más reticentes a las limitaciones a las emisiones de gases de efecto invernadero, como China.

A pesar de la algarabía con la que la presidencia estadounidense realiza prácticamente todos sus anuncios, los Estados Unidos no pueden realmente retirarse del Acuerdo de París. Al menos no por ahora, por lo que se seguirá aplicando en aquel país. Uno de los últimos gestos del gobierno de Barack Obama fue la ratificación del Acuerdo, que es un tratado internacional en toda regla, y que regula su propio mecanismo para abandonarlo: ninguna de las partes puede denunciar el Acuerdo antes de tres años desde la entrada en vigor para esa parte y, desde que se notifique la voluntad de denuncia, aun trascurrirá un año hasta que ésta surta efecto. Y como dice el viejo aforismo latino, lo pactado obliga.

Así pues, dado que para los Estados Unidos el Acuerdo entró en vigor el pasado 4 de noviembre de 2016, Trump podrá notificar al Secretario General de las Naciones Unidas su denuncia –siempre que así lo permitan sus normas constitucionales internas- en noviembre de 2019 y será de aplicación a los Estados Unidos hasta un año después –noviembre de 2020-. Hasta entonces, el Acuerdo de París sigue siendo de obligado cumplimiento para las autoridades estadounidenses, aunque, dicho sea de paso, no existen mecanismos efectivos para exigir el cumplimiento del Acuerdo.

Ahora bien, ¿es la retirada de los Estados Unidos del Acuerdo de París una catástrofe ambiental? Para responder a esa pregunta hay que estar a los efectos del propio acuerdo que, por mucho que se celebrara como todo un triunfo de la sostenibilidad frente a la contaminación desaforada es poco más que una declaración de intenciones, sin límites concretos más allá del objetivo de no superar ciertos umbrales de incremento de las temperaturas a nivel global –lo que no es poco-.

No estamos ante un nuevo Protocolo de Kioto. De hecho, la mayoría de los preceptos del acuerdo regulan cuestiones formales del propio acuerdo y de la convención, mientras que las pocas normas sustantivas son etéreas: directrices y consejos plagadas de verbos en condicional que nada imponen, que sobre nada imperan. En otras palabras, el Acuerdo de París es el preámbulo –más filosófico y político que normativo- de un verdadero tratado que limite las emisiones de gases de efecto invernadero y que, seguramente, nunca veamos. Aun con todo, en Le Bourget –la más importante de las conferencias ambientales, tras (o junto) las de Río de Janeiro y Kioto- se redactó un documento que suponía un gran avance, no tanto por su contenido, sino por el compromiso alcanzado por los países más contaminantes y, hasta entonces, más desfavorables a toda limitación –Estados Unidos y China-.

El abandono chocante a la par que previsible de los Estados Unidos no puede equipararse a un ecocidio, como muchos han dicho. Más bien, es un gesto que no tendrá efectos reales, pero que rompe el consenso de todo el planeta por la lucha contra el calentamiento atmosférico. Y eso es lo verdaderamente grave: que vuelva a ponerse en tela de juicio la realidad de los peligros de las emisiones contaminantes, algo tan afortunadamente superado, hasta ahora, como otros litigios pasados -¿alguien se plantearía volver a discutir de, por ejemplo, segregación racial?- de esos que siempre se sustentaron en falacias pseudocientíficas construidas desde la ideología (fake news, en argot trumpiano). Pero son estas fake news las que ahora sustenta la política ambiental de Washington frente a la incontestable evidencia empírica.

 

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Sobre el autor

Víctor Soriano i Piqueras es abogado y profesor de Derecho Administrativo. Tras graduarse en Derecho y en Geografía y Medio Ambiente realizó un máster en Derecho Ambiental en la Universidad 'Tor Vergata' de Roma, además de otros estudios de postgrado, y ha publicado, entre otros, el libro "La huerta de Valencia: un paisaje menguante".


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