Barcelona inició su particular guerra contra los turistas con la famosa moratoria hotelera y, ahora, su Ayuntamiento, de la mano de colectivos vecinales, parece empeñado en impedir la apertura de nuevos establecimientos hoteleros en el centro de la ciudad, incluso donde el plan general lo había previsto. La consecuencia evidente es la pérdida del empleo y los beneficios que aportarían a la ciudad las nuevas inversiones, pero la guerra de la capital catalana contra los hoteles tiene, además, otro efecto: el de la multiplicación de los apartamentos turísticos –en su mayoría, ilegales, por un demasiado imbricado encaje normativo- que generan todavía más animadversión entre los políticos y los vecinos que los propios hoteles.
Y ahora que parece que el principal problema de nuestras ciudades sea el turismo –incluso de algunas en las que es difícil creer que pueda notarse un atisbo de masificación por ser muy escasamente visitadas-, muchos municipios se están proponiendo la prohibición de hoteles y apartamentos turísticos en amplias zonas de sus cascos urbanos. Al menos, por ahora, como idea para el debate político, que no tardará en plasmarse en el planeamiento urbanístico, por mucho que la legalidad de esta medida sea muy cuestionable.
Es bien cierto que la Administración tiene la potestad de ordenar los usos urbanísticos en el territorio; pero no es menos cierto que esta potestad –como cualquiera de las que disfrutan los poderes públicos- no puede ser utilizada de forma instrumental para disfrazar en ella otro tipo de políticas, pues en ese caso se incurre en desviación de poder, proscrita en nuestro ordenamiento. A pesar de ello, parece que la herramienta de los planes urbanísticos sea la que vaya a servir para tomar medidas políticas que, claramente, quedan extramuros del urbanismo y se adentran sin rubor en la planificación económica: lo que busca la prohibición de los usos turísticos (especialmente los apartamentos, pero también los hoteles) es, declaradamente, reducir el precio de la vivienda en determinadas zonas, otorgar ventajas a un determinado tipo de comercio y restauración –denominado tradicional- frente a otros modelos y, por supuesto, controlar la entrada de turistas.
Todas estas políticas, por mucho que encuentren amparo ideológico, no pueden tener sustento jurídico: son a todas luces ilegales por incompatibles con el Derecho de la Unión Europea –la directiva de servicios, principalmente- y las normas españolas que lo han traspuesto. Así ya lo ha venido declarando repetidamente el Tribunal Supremo –como también el Tribunal de Justicia de la Unión Europea-, con ocasión de la prohibición de centros comerciales que enmascaraba en motivos urbanísticos y ambientales una verdadera política de planificación económica que supone restricciones a la libertad de establecimiento. En este caso, llevado al extremo, podría limitarse incluso la libre circulación de los ciudadanos con medidas que, yuxtapuestas –impuestos turísticos (aunque mal llamados ‘tasa’), prohibición de alojamientos, etc.-, van a tener un efecto claramente desincentivador de la entrada de turistas, cuando no limitante.
El debate ahora es si las limitaciones generalizadas a los alojamientos turísticos –a los hoteles, por supuesto, pero, sobre todo, a los apartamentos- tienen una verdadera justificación en razones imperiosas de interés general de índole ambiental o territorial y no se trata, como de las airadas declaraciones de los políticos parece desprenderse, de una mera limitación fundada en razones económicas para la que se recurre al planeamiento por ser el único mecanismo al alcance de los ayuntamientos.