El 80% de la población española, que vive en las grandes áreas metropolitanas del país, ve estos meses como la actualidad juega a la ruleta con la movilidad urbana. La apuesta parecía segura: las grandes ciudades españolas son, en el continente, las que presentan un reparto modal más sostenible, fruto de una mayor densidad y un clima benigno que facilita los desplazamientos peatones. Sin embargo, la llegada de nuestro país de las nuevas fórmulas en cuanto a los desplazamientos urbanos ha encendido frentes irreconciliables e incendiado el debate público.
“En el futuro cabemos todos”, dice el lema con el que los empresarios del sector de los vehículos de alquiler con conductor (VTC) se defienden de los embates del taxi, un sector que tiene apostado su futuro al precio de reventa de la licencia y para los que la competencia es un golpe de gracia. Pero su batalla, que es la más sonora, no es la única. Hojear el periódico o las redes sociales es garantía de encontrar mil lides más. Los carriles bici, los conflictos con el peatón, los vehículos compartidos –desde patinetes a coches eléctricos-, el transporte público tradicional y sus infinitas disputas laborales… la tranquilidad no reina en las calles europeas. Como siempre, la defensa del statu quo –de los que disfrutan de rentas monopolísticas, los que no quieren ver truncada su rutina…- frente a los cambios.
Con la movilidad en el centro del debate público y un clima de permanente campaña electoral, las administraciones han vuelto a ejercer de cómoda trinchera para oponerse a las reformas que imponen las revoluciones tecnológicas. Basta una poderosa y elocuente imagen –la de los policías locales de Valencia retirando a mano los patinetes eléctricos de alquiler de una empresa de Silicon Valley-, para ilustrar la ridícula actuación de nuestros gobernantes ante una guerra que el establishment no puede ganar.
La polémica ha devenido ya una espiral hiperregulatoria, en la que con justificaciones peregrinas se busca el fracaso de modelos de transporte sostenibles y muy demandados como el car-sharing -de éxito atronador en Madrid, pero que Valencia y Barcelona han vetado desde un prisma puramente ideológico- o las ‘app’ de VTC, ignorando la prohibición que imponen las directivas europeas de limitar la libre prestación de servicios. Y es que solo podríamos cerrar nuestros mercados a la competencia para proteger el medio ambiente o la salud pero se están adoptando decisiones que buscan excluir modos de transporte más sostenibles perjudicando así la consecución de objetivos ecológicos en las ciudades. La ironía está servida.
Los poderes públicos tienen en su mano las herramientas que nuestro potente derecho administrativo les brindan para intervenir en el sector del transporte –posiblemente, el más regulado- de un modo respetuoso con la libre competencia, necesaria en una economía de mercado, y centrado en los intereses de los usuarios. Pero también pueden, claro, pervertir sus potestades para cristalizar modelos del pasado de un dudoso interés público. En mayo hay elecciones. Faites vos jeux.