Cuando en 1933 Le Corbusier y decenas de arquitectos y urbanistas occidentales viajaban en un crucero entre Marsella y Atenas, discutiendo sobre las necesidades del urbanismo para las décadas siguiente, seguramente ninguno de ellos pensaba que la labor que estaban realizando entonces iba a ser objeto de severas críticas antes de un siglo más tarde. Los problemas de la ciudad de principios del siglo XX -como la higiene, la adaptación de los usos industriales y su compatibilidad con las viviendas o las nuevas formas de movilidad- se abordaron desde una óptica totalmente ajena a la realidad, puramente académica, casi utópica, aunque yo más bien la calificaría de distópica.
Le Corbusier ha sido criticado -con razón- por plantear un modelo urbanístico monstruoso, en el que la ciudad se convierte en fábrica y se organiza la vida de las personas, sin contar con sus deseos, sus anhelos, sus necesidades reales, más allá de las puramente fisiológicas y economicistas, todo ello en pro de un proyecto arquitectónico: quería una ciudad de autor, una ciudad que tuviera nombres y apellidos de su creador, aunque ello rompiera con el concepto mismo de ciudad que conocemos desde milenios atrás. Ese modelo de ciudad factoría que defendían los artífices de la carta de Atenas de 1933 se superó afortunadamente, pero muchos años más tarde: tenemos que esperar hasta al menos la década de los años 90 para encontrar las primeras posturas que empiezan a defender una alternativa.
Es fácil decir que la alternativa a la «ciudad monstruo» de la Carta de Atenas es un modelo antagónico: la no ciudad, el espacio mínimo, donde el ciudadano desarrolle sus usos vitales sin enfrentarse a los problemas de la gran urbe; pero no podría ser una visión más equivocada. La alternativa a la «ciudad monstruo», no es el pueblo, sino la ciudad real.
Hoy las voces que se creen más modernas o más innovadoras nos hablan machaconamente de la «ciudad de los 15 minutos». No es nada nuevo, aunque es un concepto que interesadamente maleado, ha servido a la nefasta Anne Hidalgo para justificar sus actos de expolio sobre el patrimonio urbano de París, que serán recordados durante décadas.
La «ciudad de los 15 minutos» se vende diciendo que cualquiera debe tener los usos esenciales a menos de 15 minutos a pie desde su casa. Parece que hayan inventado algo verdaderamente innovador, cuando lo único que han hecho es ponerle un nombre nuevo a la ciudad compacta mediterránea, pues que uno tenga un colegio, un ambulatorio, un supermercado a menos de 15 minutos de su casa es algo que sucede en todas las grandes ciudades y también en las medianas y pequeñas en el espacio europeo latino.
Pero lo relevante del concepto no es su escasa innovación sino cómo ha servido para nombrar una nueva ideología política, la ideología de la anticiudad, que abandera la idea de que los valores del urbano están obsoletos, que hay que abandonarlos y hay que volver a lo rural , pero no en una ruralidad natural, sino en una artificial inserta en la ciudad y delimitada por una isocrona de de 15 minutos.
Esta es una visión enormemente clasista que es muy fácil de defender desde los barrios burgueses de los centros de las grandes urbes globales, desde Malasaña o desde el Marais. Pero quizás no lo sea tanto, no ya en ciudades más pequeñas y medianas, sino en las olvidadas periferias, metropolitanas y urbanas de ciudades como Madrid o París, a las que los nuevos ideólogos del urbanismo contemporáneo han abandonado a su suerte.
En España, el debate de los 15 minutos se ha centrado sobre todo en Madrid. Casualmente, la capital es la ciudad -según nos dicen las estadísticas- donde los servicios públicos y las necesidades esenciales se cubren a menor distancia del hogar. Es lógico, pues se explica por la acumulación de la demanda y las economías de escala, a las que el urbanismo no es ajena.
Pero sorprende la emergencia del debate en este contexto donde, a priori, ya se dan los elementos que estos ideólogos defienden. Si las necesidades básicas ya están cubiertas en ese espacio temporal, ¿cuál es la verdadera vocación de la «ciudad de los 15 minutos»? No es otro que la imposición de un planteamiento político antiurbano -que no técnico o científico- que se vanagloria de abandonar la ciudad en beneficio del barrio, pero obviando que los beneficios sociales, económicos, culturales y de progreso que generan las grandes ciudades solo se pueden alcanzar si se disfrutan desde un todo.
No se puede negar que las grandes ciudades como Madrid o París imponen a sus habitantes retos que para algunos son dificultosos: grandes distancias a recorrer, un coste de la vida mayor, etc. pero a cambio ofrecen algo que ya desde tiempos antiguos ha servido al progreso de la humanidad como ninguna otra invención humana: lo que las grandes ciudades ofrecen es la inmensa aglomeración de personas que permite la creación y fomentan el progreso personal y social.
Me gusta recordar una obra -algo polémica en su tiempo- del geógrafo estadounidense Richard Florida. Cuando él nos habla de las clases creativas y de cómo la aglomeración de personas diversas favorece el éxito de los territorios, lo que nos está diciendo es que la sociedades humanas progresan gracias a esa diversidad, que tiene su núcleo en el complejo entramado social que se constituye en las grandes urbes globales.
Me opongo a la «ciudad de los 15 minutos» y lo hago, sobre todo, desde la conciencia de que no todo el mundo tiene las mismas oportunidades en la vida. Exijo una alternativa al constructo clasista quinceminut, que abandona a los habitantes de las periferias, que les obliga a permanecer en sus espacios, sin poder disfrutar de los beneficios de las grandes ciudades que se focalizan por razones obvias en los espacios centrales.
Los defensores de este modelo de ciudad de los 15 minutos dirán que ellos quieren es que tengas los servicios a 15 minutos, pero que si quieres destinar una hora de tu tiempo a desplazarte, que lo hagas. Esto es una falacia casi insultante ante la obviedad de que ese modelo solo funciona desincentivando la movilidad fuera de los espacios isócronos. Dicho de otra manera: solo dificultando (que no impidiendo, lógicamente) que se decida salir del barrio se genera masa social suficiente para que el modelo funcione.
Y esto choca con una realidad incontestable: nadie puede prometer que en cada barrio de Madrid haya un palacio de la ópera, una gran superficie comercial, empleo diverso y de calidad para personas formadas, universidades de prestigio internacional… Y por lo tanto, lo que nos dicen es que aquellos que no tengan la fortuna de vivir en el centro pueden aspirar a un supermercado o un ambulatorio, pero no a los grandes centros culturales, económicos y sociales.
El modelo de la gauche caviar quinceminutista no es la búsqueds del ghetto: no se puede atribuir tal maldad a nadie en el mundo occidental contemporáneo. Pero las consecuencias de lo que fomentan nos empujan inexorablemente a esa indeseada e indeseable situación.
La única «ciudad de los 15 minutos» que puede ser exitosa es una que sea abordable desde el prisma de la movilidad, tanto en transporte público como en transporte privado, con independencia del destino que cada uno quiera escoger para sus actividades cotidianas. En una gran urbe global como Madrid, donde en 15 minutos se puede recorrer prácticamente todo su núcleo urbano en metro, hablar de un modelo de ciudad de 15 minutos que no se sostenga en permitir desplazamientos por toda la ciudad en un transporte público más rápido, de más calidad, con mejores frecuencias y accesible a todos, es una condena a los vecinos de la periferia.
Ante tal alegato de la anticiudad cualquier persona sensata debe de luchar. Defendamos una ciudad que no solo sea de 15 minutos, en la quetodos los que viven en ella, con independencia de su origen social, de su formación académica, de su posición económica, puedan disfrutar de los beneficios de la ciudad en la misma medida en que tienen que padecer los perjuicios de la ciudad. Y defendamos que esos perjuicios, al menos los ligados a la movilidad, se reduzcan con una oferta adecuada a las necesidades de todos los ciudadanos.
Ese es el modelo que traerá el éxito a las grandes ciudades contemporáneas ante las acuciantes necesidades de vivienda y los problemas ligados a las fórmulas clásicas de movilidad. Encerrarse en el pueblo de los 15 minutos no resuelve el problema, sino que nos amputa la ciudad.