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Arturo Checa

Almas con patas

Almas con patas

Dedicado a Maya, UN ÁNGEL.

Año nuevo, vida nueva. Comienzo aquí una para mí ilusionante actividad en la blogosfera. Pocas cosas hay que me emocionen y me enamoren más que los animales. Yo soy de esos que va por la calle y le da más pena el perro que ve junto a un mendigo que el mendigo en si. Lo sé, es inhumano y exagerado, pero no puedo evitarlo. Creo que, en el fondo, aunque parezca todo lo contrario, hay mucho de racional en ello, mucho de cerebral en esa sensación que me nace del corazón. El pobre mendigo tiene, al fin y al cabo, aunque esté en la miserable pocilga del mundo, alguna posibilidad por si mismo de salir adelante. Puede estirar una mano en busca de una limosna, aunque las más de las veces se lleve nuestra insensible mirada al suelo, al cielo o directamente a la nada. Puede acudir a la Casa de la Caridad o a algún albergue para pobres. Puede entrar en un bar y pedir un café con leche o un bocadillo. Puede incluso atreverse a hurtar algo en un supermercado. Ojalá más lo intentaran, ojalá más lo consiguieran y ojalá hubiera menos contenedores con candado, o cuartitos en los que esconder los alimentos que se tiran a la basura al final de cada día, a las puertas de algunos conocidísimos supermercados, el infame obstáculo para que no se formen colas de miseria junto a la iluminada y limpia como una patena entrada de estos templos del consumismo. Que daña mucho la imagen alimentar al prójimo…

 

 

Pero, ¿y los perros de los mendigos? ¿Qué posibilidad de sobrevivir tienen lejos de la mano de cualquier amo? Ninguna, o apenas alguna malcomiendo inmundicias entre contenedores. Contando las horas para perecer bajo los neumáticos de un coche. El último suspiro de un sueño que comenzó aquel día saliendo de los papelillos de periódico de la vitrina de una tienda de animales, entre risas cantarinas de un niño y fanfarrias de Papa Noel. El último juguete del nene. El primer paso a uno de los cientos de miles de abandonos que cada día golpean a esta sociedad y la hacen un poquito menos humana. Lo dijo Ghandi: “Una civilización se puede juzgar por la forma en que trata a sus animales”.

 

 

Es la frase de cabecera de este blog. Y el alma del mismo. Como el alma de esos perros, gatos, y demás mascotas que nos hacen la vida más llevadera. Porque la tienen. No lo dudo. Y hay un cielo para ellos. El mismo que para sus amos. Allí correrán todos juntos. Allí se premiará a cada mendigo que, sin tener apenas nada que llevarse a la boca, comparte su soledad con un pequeño amigo peludo. Que prefiere tener menos lleno el estómago pero repleto el corazón del desinteresado cariño que te da cualquier animal. Suyo es el cielo. De ambos.

Por ese cielo andará ya Maya. A ella quiero dedicarle este post que inaugura ‘Almas con patas’. Una braco mestiza con un corazón que cuando llegó a mi vida y a la de mi familia no le

Maya, en los huesos, al poco de llegar a casa.

cabía en su esqueletico cuerpo. Era quijotesca. De ella se podía hacer casi un estudio anatómico de sus costillares sin necesidad de radiografías. Hueso puro, el fruto de quién sabe cuánto tiempo abandonada en una obra de Pego sin una mano amable que le diera un mal cantero de pan. Allí fue donde la encontró un amigo. Subió temblando a su coche. Temblando llegó a mi casa. “Me he encontrado una perra. ¿Te la llevo? SÍ”. Y no hicieron falta más palabras. Su extrema delgadez era sólo uno de los síntomas de su abandono. El externo. En su interior llevaba el peor. El de la somanta de palos que debió ser su único ‘alimento’ seguramente durante toda su vida. Cuando extendías su mano hacia ella, para darle una caricia, ella ya cucaba sus ojos y agachaba la cabeza. Temblaba. Esperaba el azote. Lo único que conocía hasta entonces.

 

Maya, dejándose mimar.

Pero cada caricia hizo crecer en ella un amor inmenso. Una alegría desbordada que brotaba cada vez que la llave entraba en la puerta de casa. Tanta que a menudo resbalaba en el pasillo sobre sus zancudas patas y como fruto de la ilusión por correr hacia la familia recién llegada al hogar. Los ojos de Maya nunca abandonaron la tristeza que los palos sembraron en ella. Pero se entremezcló con una ternura, un cariño y un agradecimiento que tornaron su mirada en sencillamente puro amor. Ya no cerraba los ojos por miedo. Cerraba los ojos del cariño. De las caricias en el lomo. De las caricias tras las orejas. De las caricias bajo el cuello. Del miedo al amor tan sólo con el tacto.

Maya no era ya ninguna cachorra  cuando llegó a nuestras vidas. Ocho años dijo el veterinario, tras examinar unos dientes tan desgastados que apenas sobresalían. Yo pensé que era de intentar comerse hasta las piedras. Aún me duele el alma de pensar el hambre que debió pasar en la montaña de Pego. Pero este ángel aún estuvo entre nosotros seis largos años. Seis años en los que nos enamoró a toda la familia (pese a destrozar no sé cuántas zapatillas, no sé cuantos bajos de sofás y vaciar y desparramar no sé cuantas papeleras…). Seis años en los que no dejé de disfrutar con ella viéndola correr por el barranco de Paiporta. Seis años en los que me emocioné cada vez que me asomaba a sus tristones, dulces y melancólicos ojos color miel.

Hasta que un día empezó a cojear más de la cuenta. Al siguiente, a caerse en medio de la calle. Al otro, a no levantarse cuando oía el plato de la comida. Grave en Maya, que no comía, devoraba. Al otro, a no poder ni levantarse de la cama cuando oía la llave entrar en la cerradura. Definitivo. La vida se le escapaba. Aunque ella aún sonreía. Movía su rabito-muñoncete al vernos aunque por dentro la consumieran los quistes. Y llegó el instante doloroso. El momento en que sabes que no hay más opción que cogerla en brazos, subirla al coche y acompañarla a dar el último paseo. Jamás la olvidaré en el frío banco del veterinario. Con el gotero de los líquidos eutanásicos clavados ya en su pata derecha. Moviendo hasta el final su ‘muñoncete’. Sonríendo con sus tristones ojos color miel. GRACIAS MAYA.

Gracias por demostrarme el inmenso y desinteresado corazón de los animales. Ojalá aprendiéramos muchos humanos. Ojalá conocieran historias como la

Maya, pasado y muy presente; Nuca, presente y futuro.

tuya, y sobre todos la vivieran, los que el pasado fin de semana observaban perrillos que comprar en una tienda de animales de un centro comercial. A razón de casi 700 euros un diminuto chihuahua. Para mí, un verdadero crimen cuando en las protectoras y perreras se agolpan los perros abandonados, centros en los que los animales hacinados aguardan cambiar dolor por amor.

Muchos no pueden esperar NI UN SÓLO DÍA. Es el caso de este perrito por el que la protectora Refugiocan realizó ayer martes un desesperado llamamiento. En este enlace de su Facebook lanzaban el angustioso SOS por este cachorrito. Lo tenía acogido una familia en Valencia pero podían hacerlo sólo hasta HOY MIÉRCOLES. Después acabará en una perrera. Ojalá lleguemos a tiempo. Ojalá alguno de los que estos días mira escaparates eche un ojo a este post y mire directamente a los ojos de este perrillo. Hablan. Ruegan. Piden a gritos cariño, ayuda. Piden vida. Cualquiera interesado puede llamar a Refugiocan al teléfono 651 486 606. Y hasta aquí la primera historia de ‘Almas con patas’. Ojalá haya muchas historias bellas de animales que contar. Ojalá cada vez vayan a menos los abandonos. Para lo que queráis, llamamiento por abandono, denunciar un maltrato, homenaje a un amigo peludo (o con uñas, plumas o escamas, que aquí todo animal es bienvenido) o cualquier otra historia, no dudéis en escribirme a acheca@lasprovincias.es o tuitearme a @artcheca.

Gracias y buenas pulgas.

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