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Arturo Checa

Almas con patas

Los ángeles de Margarita

Y aún habrá gente que se atreva a poner en duda que los perros tienen alma, que sienten como cualquier persona. Que lloran, que se alegran, que notan el sentir de quienes les rodean hasta el punto de volcarse para conseguir que unas lágrimas se tornen en sonrisa. Si alguien sigue poniendo en duda todas estas cosas tras la siguiente historia, es que no tiene corazón, o es tan incrédulo como Santa Tomás: ni viendo las cosas son capaces de creerlas.

Esta historia ya ha dado la vuelta al mundo, gracias al blog ‘Life with dogs‘. La maravillosa fábula de amor animal nos lleva. A México, donde vivía Margarita Suárez. Margarita no era rica. Ni pertenecía a ninguna protectora o asociación dedicada al cuidado de los pobres. Pero en realidad era ambas cosas. Rica en amor a los seres de cuatro patas y una auténtica salvadora para los ‘peludos’. Aunque Margarita no tuviera demasiado en su humilde despensa de Mérida, ella siempre tenía para los demás. Los demás fueron más de una veintena de perros y gatos que a lo largo de muchísimos años se acercaron a su puerta, a su casa, en busca de un trozo de pan, de unos huesos, de un cuenco de agua, de un poco de arroz hervido. De amor, de respeto, de cuidados que Doña Margarita les prodigaba tanto como caricias en el lomo y palmaditas detrás de las orejas.

A mediados de marzo, una repentina enfermedad acabó con la vida de Margarita. Tras unas semanas en la cama, el mal acabó con ella. Mientras Margarita se apagaba, su hija patricia siguió alimentando a las decenas de animales. Y un 14 de marzo, las fuerzas abandonaron definitivamente al ‘Ángel’ de tantos y tantos perros y gatos.

Pero el mayor ejemplo de estas ‘almas con patas’, de su amor por la mujer que tantas y tantas veces les salvó la vida llegó al día siguiente. El 15 de marzo, El cuerpo de Margarita era velado en un tanatorio. No en su casa. No en su hogar, donde todo se podría haber interpretado como una coincidencia. Como el fruto de la costumbre de los animales, que siguieron yendo al mismo sitio donde les atendieron durante tantos años. No. Mientras el cuerpo de Margarita era velado en el tanatorio, lejos de su casa, el lugar comenzó a llenarse de perros. Primero fue uno, que entró pausadamente en la sala donde varios familiares acompañaban a la difunta. Miró el féretro, se tumbó en el suelo y permaneció en silencio. Luego llegó otro. otro. Y otro… Hasta cuatro. Todos perros mestizos, chuchos de la calle, abandonados a su suerte por la egoista sociedad humana hasta que la mano amiga de Margarita les recordó que deben seguir siendo los mejores amigos del hombre.

Los parientes preguntaron a los trabajadores del tanatorio si los perros eran del local, de la zona o del barrio. No, ninguno de los empleados del negocio fúnebre había visto jamás a los canes. Y ninguno había entrado hasta la sala de velatorio. Hasta que Margarita, la hija de la fallecida, miró a los ojos de varios de los animales. Y entonces recordó. Recordó ver esos mismos ojos mirando la feliz cara de su madre. Recordó que eran algunos de las decenas de perros a los que alimentó su madre.

Todos dispuestos a rendir último y sentido homenaje a Margarita. Nadie los echó del local del velatorio. Nadie afeó a los responsables del tanatorio que les dejaran estar allí. Los cuatro perros acompañaron como el resto de los presentes el cuerpo de la difunta. Caminaron lentamente tras el coche fúnebre cuando los restos mortales de su benefactora salieron camino del cementerio. Y sólo empezaron a marcharse cuando se iba a proceder a la incineración del cuerpo. Hasta en este último extremo demostraron su inmensa educación y humanidad. Dejaron el último adiós para los más íntimos. Sin inmiscuirse en el momento más personal de la familia. Seguramente volvieron en silencio a la calle. A su hogar. El mismo de los que les sacó el Ángel de Mérida.

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