17.000 personas han sido sancionadas por llamar colega a una agente, o por decirle que ha aparcado mal por aparcar mal. Es el balance del primer año de la Ley de Seguridad Ciudadana, más conocida como ‘ley mordaza’, publicado recientemente por LAS PROVINCIAS. Pero este tipo de leyes no es nueva. Hasta la Arcadia feliz de la II República tuvo la suya en la que no cabían ni jueces, ni juicios ni abogados. Manuel Azaña la defendió en el debate parlamentario con el siguiente argumento: “Comprenda su señoría que de una decisión adoptada por el Ministro de la Gobernación no se va a recurrir ante un juez ni ante el Tribunal Supremo tampoco“.
La Ley de Defensa de la República fue aprobada por las Cortes en octubre de 1931 para tener un instrumento excepcional para frenar actos contra la República. La propuesta partió de un gobierno en el que se encontraban Manuel Azaña, Niceto Alcalá Zamora, Largo Caballero o Indalecio Prieto, entre otros. Pese a que la la Constitución reconocía la libertad de expresión y otras libertades pública, esta norma convertía en delito:
– Difundir noticias que puedan dañar “el crédito” de la República o perturbar el orden público (Art. 1.3). Es decir, coartar la libertad de expresión además de que su redacción favorecía la arbitrariedad.
– Menospreciar las instituciones y organismos del Estado (Art. 1.5). Otra vez contra la libertad de expresión.
–Hacer apología de la monarquía o de las personas en que se pretenda vincular su representación, y el uso de emblemas, insignias o distintivos alusivos a uno u otras (Art. 1.6). ¿Qué pasaría si se prohibiera la bandera de la República?
– La suspensión o cesación de industrias o labores de cualquier clase, sin justificación suficiente. (Art. 1.7). Coarta el derecho de huelga.
–Las huelgas no anunciadas con ocho días de anticipación, las declaradas por motivos que no se relacionen con las condiciones de trabajo y las que no se sometan a un procedimiento de arbitraje o conciliación (Art. 1.8). Contra la libertad de manifestación.
– La falta de celo de los funcionarios públicos en el desempeño de sus servicios. ¿Cómo se podía medir? ¿Qué dirían ahora los sindicatos? El funcionario podía perder la plaza.
Al infractor se le podía poner una multa de hasta 10.000 pesetas de entonces, ser encarcelado e incluso exiliado.
Tal y como la actual ‘ley mordaza’, se prescindía de juicios, jueces y abogados. Eso sí, se podía reclamar ante el Consejo de Ministros en un plazo de cinco días si era una entidad pública (como un periódico) y sólo de uno si era un particular.
Ante la interpelación de un diputado sobre la absoluta indefensión en la que se encontraban los ciudadanos y la petición de más garantías individuales, Azaña le espetó: “De ninguna manera, señor Ossorio, un recurso de carácter judicial. Comprenda su señoría que de una decisión adoptada por el Ministro de la Gobernación no se va a recurrir ante un juez ni ante el Tribunal Supremo tampoco“.
El artículo 4 también es bastante sorprendente, ya que la aplicación de la legislación quedaba en manos del ministro de la Gobernación que podía nombrar ‘Delegados Especiales‘, que recuerdan a los tribunales especiales que luego se harían famosos en los dos bandos durante la Guerra Civil o en la Alemania nazi durante la Segura Guerra Mundial.
En la práctica, se convirtió en una censura previa. No era extraño ver en las publicaciones espacios en blanco. La censura no fue una exclusiva de la España de Franco.