El pasado 9 de octubre se cumplieron 50 años de la muerte de Che Guevara. Fue en ese momento cuando comenzó a difundirse un mito que había empezado a forjarse una década antes con su intervención en la revolución cubana. Un médico bien posicionado en Buenos Aires que abandona una vida acomodada para luchar contra la pobreza y la injusticia.
Esta es la imagen que aparece en decenas de camisetas, una efigie que se muestra en cualquier movimiento contestatario que se precie, un nombre que se ha convertido en toda una marca que bien puede hacer la competencia a cualquiera de las más conocidas (se la puede ver en tazas, platos, pósters, llaveros y otros miles de objetos).
Todo un ejemplo. O quizá no. El mito se construye a partir de una una realidad sesgada. La verdad rara vez tiene una sola cara. Y es conveniente siempre tener una visión amplia. Cuanto más mejor. Lo que sigue quizá no sea políticamente correcto pero fue publicado por la prestigiosa revista norteamericana ‘The Republic‘ en un artículo titulado ‘The killing machine‘, firmado por Álvaro Vargas Llosa y que ‘El País‘ publicó en España en 2005.
En primer lugar, señala que es uno de los responsables directos de la situación en Cuba, un régimen autoritario de origen marxista que ha sumido al país en la pobreza con miles de presos políticos y una cantidad ingente de exiliados por motivos económicos 0 para salvar sus vidas.
Durante la revolución cubana, estuvo al frente de La Cabaña, una prisión en La Habana y protagonizó uno de los momentos más oscuros de la revolución cubana. Allí presidió en 1959 la Comisión Depuradora bajo el principio de que “todos (en referencia a los prisioneros del régimen de Batista) son unos asesinos, luego proceder radicalmente es lo revolucionario”. Es decir, ejecuciones de lunes a viernes, especialmente de madrugada. En una sola noche se fusiló a siete personas. Se cifran los muertos entre 200 y 500. Aunque algunas cifras llegan a los 2.000.
Según el artículo, el ansia de poder del Che era inmensa: “Su megalomanía se manifestó en una urgencia depredadora por arrebatar a otras personas sus vidas y posesiones, y por abolir su libre albedrío”. Fue, además,uno de los que diseñó el aparato de seguridad para “subyugar a seis millones y medios de cubanos” y promovió diversos campos de trabajos forzados.
Todo ello desembocó en el confinamiento sistemático a partir de 1965 en la provincia de Camagüey de “disidentes, homosexuales, víctimas del sida, católicos, testigo de Jehová, curas afrocubanos y demás ralea bajo las banderas de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción”. Los no aptos eran “transportados a punta de pistola a campos de concentración”.
Pero, es más, Ernesto Guevara dejó claramente expresada su concepción de la vida. “En abril de 1967, hablando desde la experiencia, resumía su idea homicida de la justicia en su Mensaje a la tricontinental: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”, resalta Álvaro Vargas Llosa.
Y, en esta línea, como recoge en su diario de Sierra Maestra en enero de 1957 mató de un disparo a Eutimio Guerra porque sospechaba que estaba pasando información al enemigo: “Acabé con el problema con una pistola del calibre 32, en el lado derecho de su cerebro… Sus pertenencias ahora son mías”. Y es sólo un caso aislado. No parece con ello que tuviera demasiado aprecio por la vida humana y por la justicia.
Fue su muerte, acorralado en la selva boliviana, la que terminó de convertirle en un en un mártir y ejemplo para muchos luchadores por la “libertad y la justicia” y más tarde en un mito. Y de ahí al cielo, revolucionario, por su puesto.