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Carlos Pajuelo

Pajuelo: la chispa

AYER EN EL GREZZIBUS PLAYERO

AYER EN EL GREZZIBUS PLAYERO (UN ESBOZO DE LUZ)

Grace es una amiga que ha llegado de la recién liberada Londres; fue celebrarse el Día de la Libertad sin mascarillas, ni nada, cuando se dirigió en su Mini al aeropuerto y consiguió un billete de avión para aterrizar en Valencia, donde hace años hizo un Erasmus y todavía resonaban en su cabeza los ritmos a toda “pastilla” de la movida valenciana.

Se alojó en casa de su “hermana  erasmática” valenciana y  había casi amanecido cuando se fue a la playa en autobús y tras entrar y sentir un poco de frío por el aire acondicionado, se arrebujó sobre si misma y pronto vio el mar, descubrió a un par de familias que ya habían hincado el palo metálico sombrillero y varias sillas al aluminio, que pesan menos, las correspondientes toallas y lo que parecían neveras; constituían un campamento para combatir la canícula a un precio alejado de la costa de lujo marbellí o ibicenca. Era el mismo mar y gratis.

Grace sonrió y se puso contenta por ver un mar más azul que sus ojos y plano como una piscina infinita.

Todo para ella. En esta primera ocasión iba sola, apenas pertrechada con un bolso trenzado de paja, una toalla y un tubo de crema para guarecerse del sol, no le fuera a pasar como la primera vez que se “frió” literalmente. Ella era muy blanca de piel y no estaba acostumbrada. La experiencia es un grado. Pasó la mañana entre la arena, el sol y el agua.

Se asombró de la ligereza de las más jóvenes y algunas de más edad, al ver el destape corporal con el tanga brasileño y los pechos al aire y se acordó de Brasil donde se permite el mismo tanga, pero no los pechos desnudos

Pensó que las españolas habían avanzado mucho en ese campo de quitase ropa. Ella no iba a ser menos y trató de imitar con cierto pudor. No se la notaba suelta.

Cuando la playa era un hervidero de gente decidió volver y se dirigió a la parada del final de línea del bus de la playa.

Un suspiro de placer por el fresco del autobús y se sentó a esperar. Pronto el vehículo se llenó de gente, que como ella se retiraban de la canícula buscando la sombra de la casa.

El color moreno abundaba, los tatuajes cada vez más extensos eran dueños de los cuerpos de los más jóvenes y la plaga se había extendido, una plaga policromada que dejaba cortos a los tahitianos del siglo XIX.

Un teléfono o dos sonaron y pronto el bus se convirtió en un cruce de música, y vaivén de palabras que atravesaba el aire de atrás adelante.

¡Si! ¿Me oyes? – gritaba una señora-? Yo a ti muy bien. Que le digas a Antonio que ya puede ir echando el arroz

¿Cómo dices? Si, Que haga tortilla de patatas, patatas con cebolla que es como le gustan a Manolo.

¿Juana? Si, si- contestaba- he visto a Juana. Ya te contaré. Se ha divorciado. Estaba muy contenta- al decir esto paseó la mirada por el pasaje próximo que estaba medio pendiente de la conversación e hizo un gesto de “que le vamos a hacer”.

De repente el bus frenó bruscamente porque se le había cruzado un ciclista y otra señora: es que van como locos. Todos los que iban de pie bailaron un traspies.

Grace estaba encantada. Nadie leía allí el SUN, diario de cosas inglesas, ni los que estaban sentados usaban ordenador alguno.

España le encantaba, hasta el olor a ajo del tipo de edad media que se sentó a su lado y la miraba mucho.

El autobús iba lleno y ya se notaba el olor agrio del sudor, pero estamos en verano y siempre hay alguien o muchos que creen que por haber ido un rato a la playa no hay que lavarse.

Una embarazada daba tumbos y un mayor, con gorraboina, se dirigió a un joven que estaba con los cascos de oír música y le pidió que le dejara el asiento a la preñada; lo hizo sin problemas y con un gesto de sonriente complicidad.

Al final Grace se bajó, no sin antes percibir que, con el movimiento de frenada, al bajar, alguien le había tocado el culo, se volvió colorada y nadie puso cara de culpable o quizás aquel que iba mirando al techo con chaqueta y corbata. ¿Chaqueta y corbata en verano y con el calor que hacía? ¿A qué se dedicaría?

Grace volvió a tiempo de comer con su “hermana” la paella que había hecho Doña Lucía en honor de la inglesa.

El abuelo de la familia dormitaba en la terraza en la mecedora familiar; era del abuelo de Doña Lucia y estaba como nueva, solo que hace dos años le habían cambiado el asiento de rejilla- que les había costado un ojo de la, porque ya no se hacen casi esas reparaciones.

El abuelo tuvo un amago de tos y Doña Lucía lo miró y pensó. Yo ya no le digo nada. Ese tabaco de liar lo matará…pero el abuelo seguía viviendo. No le había llegado la hora.

Esto es un retrato de luz sorolliano…con permiso.

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Por Carlos Pajuelo

Sobre el autor

Profesor emérito Universidad, escritor , publicitario y periodista. Bastante respetuoso con los otros. Noto la muy mayoría de edad física. Siempre me acuerdo de aquello de "las horas hieren y la última mata" y para aquel que trate de averiguar que significa esto ; cada uno que crea y piense lo que quiera


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