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Carlos Pajuelo

Pajuelo: la chispa

LA PERFECTA

LOS HOMBRES TAMBIÉN TIENEN SENSIBILIDAD. RELATO LARGO POR ESO DE LA NAVIDAD

 

 

LA PERFECTA

Todo empezó, dicen, en el vientre de mi madre. Allí estaba yo, Ángeles, cómodamente instalada, esperando la hora de nacer.

¡Nacer a la vida!, como si no supieran que una ya es quien es desde el principio. Apenas eres una mosca en cuanto a tamaño y resulta que tienes encima el destino; se sabe que tu color de ojos será azul o verde o marrón, tu forma de cabeza, tus cabellos, tu altura, están determinados por eso que se ha dado en llamar la herencia genética.

No estoy en condiciones de discutir si eso es así o no, pero que yo soy ya dentro de mi madre, no hay discusión posible y sino que me llamen y me lo pregunten aunque bien pensado: ¿Cómo me van a llamar? ¿A. través de la delgada y resistente piel de ella?

El otro día oía conversaciones, ruidos estentóreos procedentes del exterior, al principio creía que era un ruido que venía desde dentro, desde arriba de su corazón, pero no era así porque el ruido del corazón de mi madre es inconfundible. PAM…PAM…PAM…PAM a intervalos regulares, medidos y seguros; son el cordón que me mantiene vivo y me permite crecer y los ruidos nuevos eran más metálicos y lejanos, modulados por otros de fondo.

Dicen que no tengo porque tener entendimiento y comprensión, que eso se adquiere con el paso de los años y el tiempo, que cristalizan las experiencias. Claro que eso yo no lo sé aún. Eso es lo que dicen.

¡Dicen tantas cosas!

Lo que sí sé, todavía lo recuerdo, es como era mi madre y a sus costumbres.

Todo empezaba con un profundo suspiro, así lo llaman al respirar profundo, un respirar que llega como un huracán hasta el fondo del dique que me separa de la otra parte; yo vivo en una especie de mar, en un mar lleno de dos corrientes, una que me hace subir y bajar y que me bambolea, me arrulla y me hace seguir durmiendo y otra que me desplaza hacia uno y otro lado, pero como estoy sujeta a un cordón elástico no me pasa nada.

Cuando venía el huracán-suspiro, yo sabía que mi madre iba a ponerse en marcha. Algo que ella hubiera descubierto la hacía suspirar -como si tomara fuerza- y luego empezaba a hablar.

-No. Si ya lo decía yo -se le oía desde dentro, estos chicos- refiriéndose a mis hermanos, lo dejan todo por el aire y su padre sin decirles nada. ¡Me van a matar! ¡No se dan cuenta del estado en el que estoy! Ya resignada se ponía a recoger los trastos que mis hermanos habían diseminado alrededor.

Su corazón se adelantaba, el ritmo cambiaba y una especie de PAM más fuerte y rápido caía, literalmente, sobre mí. Yo no podía hablar, pero me hubiera gustado poder decírselo:

-Mamá ten cuidado de que estoy aquí. Que me puedes hacer daño. Lo único que podía hacer para llamar la atención era dar unas cuantas patadas hacia fuera y entonces notaba como ella se paraba y susurraba, con ternura y paciencia, palabras de cariño.

Quieta, estate quietecita -mientras acariciaba la piel de su tripa- que te vas a hacer daño y a mí también, a mamá, y mamá quiere dejar esto perfecto. Mamá se ha vuelto muy maniosa y quiere que todo esté en su sitio en cada cosa como decía tu abuelita, la pobre.

Mi madre había heredado el intento de perfeccionismo doméstico de su madre y al parecer ésta de la suya. Las generaciones de mujeres de mi familia daban al orden una importancia vital. Era un orden establecido por una regla primigenia, una regla nacida en el momento se tomaba posesión de la casa.

Cuando se entraba, por primera vez, en una casa la disposición de los muebles, la decoración, el donde iban las sábanas, las fundas, donde almohadas, la vajilla de todos los días-había vajilla de todos los días y vajilla de lujo, una vajilla para los domingos importantes, para las visitas- era cosa de las mujeres y una vez que las cosas habían adquirido rango de sitio no debían de moverse de allí y en todo caso las movían las propias mujeres que habían obtenido el cargo de dueñas de cosa y lugar.

Aún recuerdo que ya cerca del día que llaman de mi nacimiento -un nacimiento es como una salida a la luz, el abandono del magma protector que te ayuda a no estar en ninguna parte y a estar en todas gracias al cordón que te une a tu madre y qué dolor cuando te lo cortan y te empujan, mediante un golpe-bofetada al exterior y sientes el frío cortante sobre tu mullida piel y lloras de pena que no de dolor, cuando lloras y levantas la cabeza como boqueando no lloras por nada sino por la rabia de que no te dejen volver hasta el sitio de dónde has salido -y a eso le llaman

nacer, cuando deberían llamarle morir- recuerdo, digo, el día cerca de lo que llaman nacimiento, porque mi madre se agitaba más que otros días, había suspirado más veces y el huracán-suspiro que llegaba con más frecuencia a mí y aunque yo daba señales-patadas, ella no se acariciaba y parecía estar más enfadada que nunca.

Había descubierto en la baja cama de mi hermano Julián una revista de signo político- anarquista, una especia de “fancine” -esas publicaciones hechas casi manualmente por uno o dos entusiastas de las culturas orientales, el amor libre, los viajes psíquicos y las denuncias a favor de marginados que tanto predicamento habían encontrado en los albores de la década de los sesenta y que hoy se habrán convertido en pequeñas e insólitas piezas de museo a la vista del éxito que esos asuntos tenían cada noche en la oscura pantalla de las televisiones, donde, como si se tratase de un filón, los dominantes numeritos de la audiencia obligaban a repetir hasta la saciedad las mismas caras y asuntos, saltando como un virus de emisora en emisora. Mi hermano aún estaba anclado o quería estarlo en esos sesenta almibarados de falsos ídolos en peregrinación hacia Nepal e Ibiza, en busca del paraíso que solo existía en el deseo y hacía de esos viajes, remedos urbanos en su habitación, lugar sagrado e inaccesible, salvo el salvoconducto de la ausencia o del arrebato limpiador de mi madre que solía ser comprensiva con él y con los miembros de la familia.

En general “la perfecta”, como se le conocía en la intimidad, no daba sustos, ni levantaba la voz, llevaba años soportando. Mi madre era seguro una mujer perfecta. ¿Sería yo igual?

 

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Por Carlos Pajuelo

Sobre el autor

Profesor emérito Universidad, escritor , publicitario y periodista. Bastante respetuoso con los otros. Noto la muy mayoría de edad física. Siempre me acuerdo de aquello de "las horas hieren y la última mata" y para aquel que trate de averiguar que significa esto ; cada uno que crea y piense lo que quiera


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