Estoy esperando que me den hora para que me hagan “un algo” en lo que llaman “lumbalgia mecánica” o sea la contractura que tengo encima. La tengo en el centro geométrico, -entre la cintura y el riñón derecho, qué diría Matías Prats el padre, locutor de enormes partidos de futbol que eran una clase de geometría en forma de futbol, de cuando la radio era la reina.
¡Quédese usted en casa! ¿Quedarme en casa? No.
¡Pues no le dolerá tanto!
Si señora, me duele, pero dicen que hay que combatir el dolor y yo he visto a los “marines” haciendo caso omiso del dolor, el calor y el barro.
¿Voy a ser menos que un marine? Creo que sí, pero que quiere usted.
Estimamos, apreciamos, queremos a esta pareja de Elvira y Juanjo y claro nosotros …no nos pongamos sentimentales etc. (mi mujer me dice que sobra el etc. No sé. Yo creo que no, porque el etc. incluye otras apreciaciones y sentimientos que dejo a la imaginación del lector)
Mientras espero a eso de que me den hora para la “lumbalgia mecánica” de los huevos, con perdón, tengo que hacer “un algo” y hasta que llegue la cita , y está tardando, nos vamos, mi mujer y yo, a ver a Juanjo y Elvira.- (obsérvese que aquí cambio el orden en aras de la igualdad de género, lo que me parece una solemne tontería, pero es posible que mis amigos lo tengan esto como un acto de justicia casi distributiva-;digo que vamos a verlos porque hace algún tiempo que habitan en una residencia en Paterna por razones que no vienen al caso.
Los valterrianos – que son los que están en Valterna (aquí obvio el nombre de la residencia porque no quiero que el director me diga que hago publicidad gratuita. Yo lo que quiero es contar lo que he visto y sentido. Es dar testimonio y tengo el privilegio de hacerlo en el diario)
Digo “valterrianos” porque como todo “personal” que se precie tienen derecho a un patronímico geopersonal, de la misma forma que yo me llamo valenciano u otros vallisoletanos)
Tienen nuestros amigos unas horas de visita. Al llegar la sorpresa surge y es que oímos un violín y un piano.
Muy extraño. No creo que Juan haya contratado a una orquesta- (evito lo de decir “banda” porque, desde la investidura fallida, el concepto “banda” ha quedado marcado por la estulticia y el engaño) para darnos la bienvenida.
No era la música para nosotros, porque cuando entramos a la zona del aire libre esta estaba adornada con gallardetes que se movían con la muy cálida brisa del bochorno reinante y el espacio estaba ocupado con docenas de personas mayores( ¡Uff! digo mayores, pero algunos tenía menos años que nosotros) con un porcentaje muy alto de ellos en sillas de ruedas y a su alrededor jóvenes vestidas de azul, casi eléctrico, que iban y venían llevando vasos de limonada, sorbetes de granadina y otros refrescos con un “adorno” de fruta a trocitos en el borde de la copa, como si uno se fuera a tomar un margarita.
¿Qué se celebraba allí? Los “valterrianos” parecían contentos.
Nos recibieron nuestros amigos y me presentaron al Director que era un joven muy atareado que andaba a diestro y siniestro ( esto de siniestro, que se dice siempre para completar la frase no me gusta nada) y allí, aprovechando mi condición, nada secreta de periodista, le pregunté a Jesús,-ese es su nombre- que a que venía aquello, refiriéndome a la música que salía, bellísima, de un violinista y una pianista tocando piezas bailables extraídas de la memoria musical de hace 50 años y que sonaban igual de bien que cuando éramos jóvenes.
Me explicó que lo hacían cada dos meses o tres y que el objetivo era alegrar la vida intelectual de los residentes que, aunque muchos no podían bailar por su estado físico, estaba seguro de que servía para llevar sus recuerdos a otro tiempo mejor y era cierto, porque muchos de aquellos seres seguían el ritmo de la música mediante diversos procedimientos, como era el caso de una señora que golpeaba con la palma de su mano el cuerpo de una pequeña muñeca de trapo, o aquella hija visitante que llevaba el ritmo del bailable acompasando la silla de ruedas al acorde que surgía del aire como un milagro sonoro.
El violinista, que ejercía de músico y animador expresaba con entusiasmo la idea de bailar y era obvio que no resultaba fácil para muchos, por no decir imposible; pero héteme aquí que de repente surge un hombre mayor, con su pelo cano semialborotado , que da ,solo, uno pasos de baile al ritmo de “la vida en rosa” y pronto una joven de las de azul eléctrico lo acompaña, lo coge y siguen bordando pasos sobre el suelo.
Yo me acordaba de Edhit Piaff, la francesa de voz de rasguño que se sentiría orgullosa de ver como el existencialismo cobraba vida de nuevo en aquellos pasos del hombre mayor y solo y ahora con la joven de azul.
Él es mayor, pero es un Fred Astaire. Pregunto y me dicen que era notario y yo admiro como compulsa su propia vida en esos pasos que son de todo menos cansinos y creo que Jesús, el director, tiene razón cuando, al final, dice que veladas como esa sirven para contribuir a cambiar el talante y alegrar un poco la vida de los residentes. Cierto.
Nos vamos con el alma ligeramente encogida. Yo pienso en mi y en otros con su edad a cuestas y ruego que todos tengamos la oportunidad de seguir oyendo música y que nos acompañe la marcha radetzky como cada Año Nuevo en el cierre del concierto de Viena dando las palmas de despedida rigurosa. Por cierto, todas las entradas de ese concierto están ya vendidas para el del 2020.
Por un momento se me había olvidado el mordisco de mi dolor. Hay otros dolores.