Ya no quiero referirme a aquel tiempo en el que veías a alguien tumbado en a la acera y de inmediato uno y luego otro y otro se acercaban, además de por la curiosidad, por la necesidad de saber si le pasaba algo al tumbado o mejor caído que sin duda no es lo mismo.
Lo viví ayer. A mí, hasta ahora, no me da miedo acercarme a alguien que está en pleno día- la noche puede ser otro asunto que pudiera tener más que ver con la pobreza o la exclusión social- caído en una acera sea en el centro, o en la conjunción con la fachada de un edificio.
Parece por la experiencia que cuento que la persona- él- necesitaba ayuda de orden médico y se la prestaron mediante una llamada a los servicios de urgencia. Unos servicios eficientes, por cierto.
Otros pasaron de largo apenas con una mirada de soslayo, podían tener prisa o miedo a meterse en ‘camisa de once varas’. ¿Por qué?
Es probable que el miedo surja de una combinación entre la realidad y la ficción. La violencia es el escenario cotidiano del cine y la televisión; los programas que hacen de los sucesos un eje de su comunicación siembran dudas, miedo, incertidumbre y esa semilla “del diablo” puede convertir a la gente en indolente pese a que, a lo mejor, antes no era así.
Sugiero que se preste menos atención al escándalo continuo de programas pensados para eso y la realidad cotidiana diurna- si digo diurna.
Estoy de acuerdo en que hay que tomar precauciones y ya sé que todos conocemos personas a las que les ha pasado algo.
La indolencia no solo afecta al mundo externo, hay indolencia en los hogares, insensibilidad hacia mayores, discapacitados y esa lacra hemos de erradicarla. Ahí hay un buen principio de redención del ser humano como persona. Buenos días