Mario apura el cigarro apoyado en la barandilla del balcón de casa. Dentro hace calor. El aire acondicionado ha estado apagado todo el verano para no gastar. Entre calada y calada recuerda el día que conoció a Raquel hace ya veinte años, la misma que ahora le prohíbe fumar dentro de casa por los niños. Dejó el vicio unos años pero el paro y la desesperación le hicieron engancharse de nuevo. Eso sí, racionados y de liar, que son más baratos.
Raquel comenzó a trabajar joven en una fábrica de piezas para la automoción. Mario acabó Arquitectura. En casa siempre le habían dicho que para ser alguien debía licenciarse. Creció con el soniquete del padre: “Siempre me hubiera gustado estudiar pero eran otros tiempos…”. En plena vorágine inmobiliaria pronto encontró trabajo ‘de lo suyo’, que para eso en casa se habían gastado los ahorros con el fin de que el niño fuera universitario. Un hijo único al que nunca le faltó nada gracias al esfuerzo de su padres en la tienda de ultramarinos del barrio.
Mario y Raquel, tras cuatro años de noviazgo y con el viento a favor, se hipotecaron a treinta años como paso previo a una boda como Dios manda. En la barandilla, entre calada y calada, recuerda como el director de aquella sucursal les abrió las puertas del paraíso. Una hipoteca de 300.000 euros para un piso de 80 metros cuadrados con parking, piscina y parque en la comunidad. Con todas las facilidades de pago. Como golosina, el epitafio de que si no compraban ahora al año que viene valdría casi el doble. Un piso nunca pierde valor, le dijo a Raquel. Un lema en época de bonanza. Con la euforia de la firma de la hipoteca, la pareja añadió un vehículo familiar porque los niños vendrían pronto y la luna de miel con el todo incluido en Punta Cana.
La cuota superó los 1.000 euros al mes, casi lo mismo que ganaba Raquel en la fábrica. Pero Mario era un arquitecto de futuro en una gran constructora que hacía pisos como churros y que encima había metido cabeza en el sector público. Un futuro de vino y rosas por el que valía la pena votar al superpartido político que había conseguido el milagro económico.
Vino la niña; luego, el niño. Los viajes en pareja se convirtieron en vacaciones familiares a tocateja y se reformaron la cocina y los baños para darle un toque más personal a la vivienda. Los críos fueron a colegios de pago con uniforme, comedor y autobús. La tele de plasma, las dos videoconsolas y la máquina de gimnasia eran bienes de primerísima necesidad.
Entre calada y calada, Mario recuerda como cinco años después de la boda, la primera en perder el trabajo fue Raquel. Recortes de personal por una crisis recién llegada y que todos apuntaban a que sería pasajera. Cuestión de un par de años mientras el Gobierno de entonces ya anunciaba brotes verdes y en su comunidad hubo quien dijo que saldrían los primeros del bache.
El paro de Raquel no daba para pagar la hipoteca pero el sueldo de Mario permitía vivir recortando en lo extraordinario. Al año siguiente sacaron a los niños del colegio de pago, los seguros médicos pasaron a ser sólo para los críos y las vacaciones de verano se quedaron en un fin de semana. Se apretaron el cinturón como mandataban los políticos.
El despido de Mario fue un mazazo. Es cierto que hacía tiempo que ya no dibujaba con tanta intensidad planos de futuros edificios y que hacía unos meses que ya no se llevaba el trabajo a casa. Pero siempre le habían dicho en la empresa que era bueno, muy bueno. Que tenía futuro, mucho futuro. Que ganaría dinero, mucho dinero. Un mañana, el jefe, con el que había compartido comilonas de cientos de euros y más de un gintonic nocturno, le abrió la puerta. Recortes y poco más fue la justificación. Los pisos no se venden y las instituciones no pagan los servicios prestados.
El paro del matrimonio dio para subsistir los primeros meses. La prioridad fue pagar la hipoteca, un sueño que pasó a ser pesadilla. Hablaron con el director del banco, el que les ofreció el paraíso, que de un plumazo desmontó el castillo de naipes con el imperativo de que lo primero era la letra.
Entre calada y calada Mario piensa como se acabaron las cenas fuera de casa. El cine se convirtió en algo prohibido y a los niños, malcriados en épocas de abundancia, se les restringió el paquete de golosinas a días muy señalados.
Los abuelos comenzaron a pasar dinero de forma periódica para pagar gastos básicos. Y era cada vez habitual que los niños comieran en casa de dos jubilados que sostenían muchas bocas con una paga que ya no daba para pasar quince días en Benidorm.
Mario, entre calada y calada, recuerda como en la construcción ya nadie le quería ni como peón. Raquel se puso a limpiar en algunas casas que acabaron por despedirla porque en aquellos hogares el paro y la crisis entraron también como un huracán.
Pasaron de dar ropa a pedirla, a recibir libros prestados, incluso a pasar por el banco de alimentos. Raquel ya no se pudo de tapar sus incipientes canas ni con el tinte de casa. Los niños, a veces, no se acababan la cena y las sobras eran el primer plato y único para Mario, en un hogar donde las naranjas pasadas sirvieron para el zumo, los restos de carne para hacer croquetas y la paella que sobraba los domingos en casa de mamá se congelaba para casi toda la semana. La abuela siempre echaba arroz de más.
A Mario le martilleaba cada día aquello de que había vivido por encima de sus posibilidades. Se lo hicieron creer, sentirse culpable. En la época de abundancia, la sociedad, los bancos, las constructoras y los políticos le convencieron de que esa era la única forma de vivir.
Nunca le llamaron del paro. Le cerraron todas las puertas. Cambió de voto y se quedó con la esperanza muerta. No podían haber más ajustes en una casa en la que ya no quedaban agujeros en el cinturón.
Hacía ya meses que no pagaba a los bancos. No por no gastar, sino porque no tenían para pagar. Primero había que dar de comer a dos criaturas de las que Mario se despidió aquella noche con un beso y un abrazo eterno. Les contó el cuento de todas las noches, de las últimas noches… Aquel del que los que suben al cielo se convierten en estrellas que te protegen, te cuidan, te quieren…
Mientras Raquel zurcía el chándal del mayor mil veces roto y mil veces parcheado, Mario apuró la última calada de aquella colilla que se consumía como la noche que iba a dar paso al desahucio matutino que, por no preocupar, había escondido a su mujer y a los abuelos. El banco, el que dibujó el paraíso a treinta años, iba a echar a una familia a la calle con la connivencia de los elegidos en las urnas. Los bancos no votan, los ciudadanos, pobres y ricos, sí.
Mario saltó la barandilla de aquella maldita hipoteca de siete pisos de altura como salvavidas de una pensión de orfandad y otra de viudedad que permitiera subsistir a su familia hasta el fin de esta puta crisis.
Mario y Raquel no existen. De la historia hay miles de casos.