Un día me equivoqué con Nuno. Fue la temporada pasada en Granada. En la crónica del partido, tras el insípido empate en Los Cármenes, escribí que el entrenador del Valencia no había ido a saludar a los aficionados del equipo desplazados a las faldas de Sierra Nevada. La pifié. Algunos me pusieron delante el felpudo del insulto para advertirme del error. Otros, los más, me corrigieron con educación. Días después, en esta misma columna pedí perdón. Era lo justo. Cuando uno se equivoca y lo asume siempre duerme mejor.
Mis padres me enseñaron a rectificar como sana costumbre. Igual que a dar los buenos días o desear un buen viaje. Los valores son gratis pero carísimos a la hora de aplicarlos. Nuno lee, ve y escucha todo. Devora la prensa, no digiere la crítica y se martiriza con fantasmas que no existen. La causa de sus males no son ni las crónicas de plumillas incordiosos ni las preguntas de los reporteros dicharacheros. Ni siquiera aquello que pasó con Amadeo Salvo y Rufete al amanecer del pasado verano. El luso ejerce como el Gran Hermano de 1984, la novela de Orwell, obsesionado por el control absoluto y el pensamiento único. Sin la autocrítica como motivo para crecer. Los renglones torcidos se ajustician según su distancia a la neolengua. No justifico a Negredo. Este artículo no va de eso. El delantero ha gozado de oportunidades y las ha desaprovechado. Si la razón es deportiva, lo acepto.
Lo que no entendería es que la grada fuera un castigo por ser un Winston Smith en una plantilla que obedece a los deseos del entrenador. El debate enriquece. Otra cosa es el que delantero no haya pedido la palabra en el vestuario porque no quiere o no puede. Si Nuno mantiene que su cáncer es la prensa se ha equivocado de molinos de viento. El ‘nunismo’ de los buenos tiempos atrajo a un gran número de creyentes. A tantos como los que ahora se declaran agnósticos en pleno viaje hacia el ateísmo. Los caminos del fútbol son inescrutables.
Ni la prensa ni la salida de Salvo y Rufete. El expresidente ejecutivo es tan batallador como previsible. Sus impulsos le dejaron al descubierto. El técnico, en cambio, aplica la receta del miedo para desenmascarar
al rebelde. Y la ejecución siempre es planeada y silenciosa. En 1992, George Bush era el favorito para ganar la Casa Blanca. James Carville, el estratega de Clinton, buceó hasta la esencia de los problemas ciudadanos para ganar aquellas elecciones: «La economía, estúpido». Aquella frase sirve para el Valencia. Adaptada. Para saber lo que siente la grada. El balón y el gol tapan cualquier debate. Ni periodistas ni Negredos ni pitos que valgan. Sólo hay que aplicar la frase de Carville para que salga el sol. La clave está en el juego, en el fútbol.
(Columna publicada en LAS PROVINCIAS el 23/10/2015)