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Mikel Labastida

El síndrome de Darrin

El móvil, nuevo compañero de cama

“No todo lo que no es cierto es una mentira”

Black Mirror

 

 

Si ‘Black Mirror’ se hubiese estrenado hace veinte años nos hubiera desconcertado tanto como ahora. O quizás más. Por aquel entonces éramos más inocentes. Al menos en lo relativo a la tecnología. Experta en dibujar futuros apocalípticos y desasosegados, esta serie, de haberse realizado en la década de los 90, plantearía rutinas que por aquel entonces nos parecerían disparatadas y poco probables.

Imaginen un capítulo en el que nos muestran a una legión de ciudadanos deambulando por las calles como zombis, concentrados en el móvil que llevan entre sus manos, sin relacionarse con los que están a su lado, intercambiando opiniones con desconocidos, fotografiando lo que comen o las nubes del cielo, o ‘bebiendo’ una jarra de cerveza simulada en el teléfono. El otro día observaba en una cafetería a una pareja que apenas se dirigía la palabra, hasta que ambos sacaron sus móviles y comenzaron a interactuar con ellos. Y entonces sí, aquello les provocó sonrisas y actividad. Si en los 90 nos llegan a mostrar esta estampa en la tele la hubiésemos considerado propia de un futuro muy lejano. Y aterrador.

 

 

Otro episodio se podría basar en una pareja cuyos integrantes viven separados por kilómetros de distancia y que nunca se han visto físicamente. Se conocieron a través de una red informática a la que se puede conectar cualquiera que tenga un ordenador en su casa y en la que se encuentra todo tipo de información. La pareja charla cada tarde a través de una pantalla y, con ayuda de una cámara, se confiesan virtualmente, se dicen que se quieren virtualmente, se besan virtualmente, follan virtualmente. ¿Sexo sin contacto físico? No lo hubiésemos creído.

Ideemos un tercer capítulo con un niño del futuro, que ya no estudia EGB, claro. Llega a su casa, se encierra en su habitación y con una especie de tableta informática hace los deberes (sin recurrir a ninguna enciclopedia -¿encicloqué?-), intercambia apuntes con sus compañeros de clase, se descarga los libros que le han recomendado en el colegio, escucha la canción que se le antoja sólo con escribirla en una base de datos (sin recurrir a cassettes –¿cassequé?-), recibe videollamadas de su madre que le avisa de que llegará tarde, encarga una pizza. Pasan las horas y no sale de esa habitación ni levanta la vista de la tableta.

 

A la generación de Naranjito, David el gnomo, los electroduendes y la bota Botilde cualquiera de estos episodios nos hubiese dejado con la boca abierta. Y por mucho que alucinásemos con esos aparatos y soñásemos con tenerlos habríamos jurado que jamás los íbamos a tocar. Nunca creímos que la tecnología avanzaría tan rápido y que la sociedad se adaptaría tan bien y con esa celeridad a esta nueva forma de vivir. ‘Black Mirror’ se debería plantear hacer una precuela.

Ahora sabemos que sí, que el ritmo tecnológico es tremendo y que es capaz de arrasar como un huracán con nuestros hábitos. Por eso nos asustó tanto la primera temporada de ‘Black Mirror’. Porque sabíamos que mucho de lo que allí nos estaban contando era posible que pasase muy pronto. La duda estaba servida:  ¿Llegará el día en que la tecnología nacida para hacernos más sencilla la vida se vuelva en nuestra contra?

 

La segunda temporada sigue esta tesis y esboza nuevos retos, quizá incluso más terroríficos. La tanda se abre con un espectacular episodio, capaz de erizar la piel como hacía tiempo que ninguna película lo lograba. 45 minutos sublimes. Parte de una inquietante pregunta: ¿y si pudiésemos seguir comunicándonos con personas a las que queremos después de que fallecen? No va de espíritus, ni de ouijas, sino juega a recrear virtualmente a ese ser que se ha ido a través de su actividad por internet, a través de todo lo que en vida ha volcado en la red. Piénselo. ¿Sabe alguien más sobre nuestros gustos o nuestras opiniones que internet? Conoce lo que buscamos, en lo que nos interesamos, tiene fotos nuestras, expresiones que usamos en redes sociales. Todo nuestro yo está reflejado ahí. Este arranque de ‘Black Mirror’ ahonda en un tema mil veces planteado, la posibilidad de ir más allá del Más Allá. Pero esta vez nos da una respuesta que genera escalofríos. ¿Por qué? Porque la reconocemos demasiado factible. La ciencia ficción es ya ciencia realidad.

 

 

La nueva temporada se compone nuevamente de tres episodios independientes. Los otros dos (más irregulares) reflexionan en torno a la justicia y a la política con tesis arriesgadas pero desde una base cercana. ¿Quién no está harto de nuestros políticos? ¿Quién no cree que podemos caer en la tentación de fiarnos de cualquier propuesta populista por descerebrada que parezca? Y la justicia… ¿No hay un número considerable de personas que han perdido fe en el sistema a este respecto? Personas que reclaman el ojo por ojo, personas que participan en linchamientos mediáticos y juicios televisivos. ¿No es ciencia ficción que la mujer de Santiago del Valle terminase confesando el asesinato de Mari Luz a Ana Rosa en lugar de a un juez?

 

‘Black Mirror’ nos abofetea, nos invita a hacernos preguntas. Qué necesario. Y nos sirve respuestas. La mayoría no nos gustan, nos escandalizan, nos espantan. Pero, todos, en la soledad del salón, reconocemos que lo que estamos viendo en la tele está muy cerca, está a punto de llegar. Miramos de reojo a la puerta. Está tan cerca…

 

 

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Sobre el autor

Crecí con 'Un, dos, tres', 'La bola de cristal' y 'Si lo sé no vengo'. Jugaba con la enciclopedia a 'El tiempo es oro' imitando al dedo de Janine. Confieso que yo también dije alguna vez a mi reloj: "Kitt, te necesito". Se repiten en mi cabeza los números 4, 8, 15, 16, 23, 42. Tomo copas en el Bada Bing. Trafico con marihuana en Agrestic y con cristal azul en Albuquerque. Veo desde la ventana a mi vecino desnudo. El asesino del hielo se me aparece en cada esquina y no me importaría que terminase con mi vida para dar con mis huesos en la funeraria Fisher.


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