“Te veré en otra vida, colega”
Desmond Hume
Hasta entonces habíamos tenido fe en los amigos, en la familia, en la religión, en la ciencia, en la lógica, en la justicia, en uno mismo. Unos más, otros menos. Unos de manera ciega, otros con cierta desconfianza. Con ‘Perdidos’ nos abrieron la posibilidad de tener fe en una serie. Nos pidieron que confiásemos, que nos entregásemos, que nos dejásemos llevar aunque pareciese todo muy loco, porque al final tendría sentido o, al menos, habría merecido la pena. Hasta entonces las series de televisión ponían en escena su propuesta lo mejor posible y trataban de convencer así a los espectadores para que se uniesen a ella. El objetivo de los primeros capítulos había sido siempre dibujar claramente el recorrido por el que iba a discurrir la trama, y atrapar a posibles seguidores.
‘Perdidos’ tendió un cheque en blanco en el que se adivinaban muchos ceros pero en el que no se veía ninguno. Y nos pidió que nos fiásemos y firmásemos. Y lo hicimos. Hace diez años que lo hicimos. Y hace cuatro que ese contrato venció. ¿Mereció la pena? Hemos tenido tiempo para sopesarlo y tomar una decisión. Cada cual habrá llegado a una conclusión.
‘Perdidos’ inauguró las series en las que el espectador acepta tener fe. En esa misma categoría en la que ahora mismo estamos con ‘Juego de tronos’. Nos atrae el camino planteado, es ambicioso y entretenido, y confiamos en que su recorrido va a ser agradable y que el final nos satisfará. Al igual que en el resto de materias que precisan de la fe, hay distintas maneras de asumirla. Se puede hacer obcecadamente, sin reflexionar; de un modo más complaciente, guiados por el instinto y disfrutándolo; o cuestionándolo todo y lanzando preguntas sobre lo que sucede.
El éxito de ‘Perdidos’ reside en que logró agrupar a espectadores de todo tipo y con maneras distintas de enfrentarse a la fe. La mayoría firmaron casi con los ojos cerrados, atraídos por un sugerente planteamiento, pero además unos cuantos entraron de lleno en el juego de hacerse preguntas y de compartirlas con otros muchos. Y así surgió (o resurgió) el fenómeno fan. ‘Perdidos’ trasladó a la pequeña pantalla lo que ocurría en otros ámbitos, como la música y el cine. La serie obtuvo una popularidad inaudita y miles de seguidores (los losties) por todo el mundo intercambiaban teorías e hipótesis para intentar aclarar y adelantarse al argumento. Trataban de dar explicación a las numerosas intrigas que iban surgiendo en cada capítulo. Un fenómeno similar al que acontece ahora con ‘Juego de tronos’. De nuevo las coincidencias. O al que despertó ‘Twin Peaks’ (aunque la repercusión de ésta llegó más tarde de su emisión).
La edad de oro de las series (por sus formas y temáticas diferentes y arriesgadas) había llegado años atrás con títulos incuestionables como ‘Los Soprano’, ‘The wire’ o ‘A dos metros bajo tierra’, pero estas ficciones eran consumidas por un público selectivo y minoritario. ‘Perdidos’ arriesgaba también en el planteamiento pero llegaba al gran público. La edad de oro con las series dejaba de ser algo que disfrutaban unos pocos para alcanzar a la mayoría, iba más allá de las cadenas por cable para aterrizar en las emisoras generalistas. Critica y público se daban la mano y coincidían en gustos.
La crítica también tenía fe.
Motivos para la algarabía y la esquizofrenia colectiva no faltaban. Ya con su planteamiento enganchaba: la historia de un grupo de personas que logran sobrevivir a un accidente de avión en una isla en la que ocurren misteriosos acontecimientos y a la que no han llegado de manera casual. Para seguir alimentando la expectación la trama se fue llenando de elementos extraordinarios, sorprendentes y difíciles de entender. Primero fue el humo negro y los osos polares, más tarde el bunker y los números chungos (4, 8, 15, 16, 23, 42), después las estaciones (la hydra, el cisne, la llama…), y los Otros.
Como si de un videojuego se tratase a medida que se iban superando temporadas se planteaban nuevos interrogantes y niveles inéditos dentro de la historia. Cuando se abrió la escotilla descubrimos que había vida bajo tierra marcada por un botón que se debía pulsar cada 108 minutos. Cuando esta rutina se rompe nos presentan al resto de habitantes de la isla, los enemigos de los tripulantes, que en realidad son los legítimos dueños de la isla. Cuando los vamos conociendo mejor se destapa también la Iniciativa Dharma, que explicaba algunos sucesos extraños pero arrojaba otros.
Para que todo no pareciese una sucesión de locuras que no iban a ninguna parte y no perdiésemos la fe, los creadores salpicaron la trama con todo tipo de referencias de culto, que no eran más que anzuelos para que el espectador tratase de ordenar sus ideas y encontrase un sentido lógico. O para concienciarle de que no le estaban tomando el pelo. Así nos ofrecieron numerosos títulos de libros (‘El Espejo’, ‘La colina de Wallace’, ‘El señor de las moscas’…), autores filosóficos (Hume, Locke) y problemas físicos. A esto hay que añadirle un ritmo endiablado y una capacidad sobresaliente para dejar siempre los capítulos en un momento álgido (benditos, malditos cliffhangers).
Otro de los grandes aciertos (quizá el más importante) fue la cuidada construcción de personajes. Porque ‘Perdidos’ parece en un principio una serie de ciencia ficción, después de fantasía, pero principalmente es una serie de personajes. Todos ellos están perdidos en sus vidas y terminan allí para encontrarse de nuevo. Viajan con sus mochilas cargadas de errores y aterrizan en una isla que les permite dejar el pasado atrás y reinventarse. “Tenemos derecho a empezar de nuevo”, le dice Jack a Kate cuando ella trata de explicarle por qué iba en el avión con unos grilletes en sus muñecas. Pero él no necesita saber nada. Quizá porque no quiere contar nada. Él, un doctor llamado a ser el líder pero que en realidad no quiere serlo. Ella, una fugitiva que mató a su padrastro y fue denunciada por su propia madre. Dos antihéroes tratados como héroes. Héroes por accidente, nunca mejor dicho.
Junto a ellos aparecen Sawyer, el tipo duro que robó el nombre al hombre que asesinó a sus padres. Y Sayid, el oficial iraquí con un oscuro pasado en la Guardia Republicana difícil de digerir. Y Charlie, el simpático cantante que ha pasado media vida tratando de aislarse del mundo por medio de las drogas. Y Sun, la mujer atrapada en un matrimonio horrible. Y Jim, el matón incapaz de demostrar a su mujer que la ama. Y Claire, la futura madre soltera abandonada. Y John Locke, el hombre al que todos ningunearon y su propio padre arrojó por una ventana postrándole en una silla de ruedas. Y, más tarde, el señor Eko, y Desmond, y Libby…
Todos están en la isla por una razón. Son los elegidos. Y algunos serán los candidatos. ¿Los candidatos a qué? Eso lo descubrieron los que llegaron al final porque continuaron teniendo fe hasta el desenlace. “¿Por qué te resulta difícil creer?”, le espeta John Locke a Jack. “¿Por qué es tan fácil para ti?”, le responde el médico. “No me resulta fácil”, confiesa Locke.
Los personajes también se han de guiar por la fe. El círculo se cierra en un guiño total al espectador. Y en una nueva vuelta de tuerca. La fe, la mitología, la capacidad de redención, la vida eterna son algunos de los temas que van aflorando a medida que avanza la serie.
Lo que conocemos de los personajes lo hacemos a través de ‘flashbacks’. Otro acierto de ‘Perdidos’. Y ya van… Hoy en día es común ver en las series cómo la línea temporal se rompe para acudir al pasado a descubrir algún aspecto del personaje, pero hasta hace diez años no era tan habitual. Las series recurrían al pasado de manera simbólica y excepcional. ‘Perdidos’ lo hizo cotidiano y habitual. En cada episodio viajábamos al pretérito de los personajes de forma paralela a la trama que transcurría en la isla. Así veíamos a los protagonistas desde dos puntos de vista, el de su presente y el de su pasado.
Y en una doble pirueta aparecieron los ‘flashforward’, es decir, la vida de los personajes después de la isla. El futuro. También eso lo inventó (o casi) ‘Perdidos’. ‘Perdidos’ inventó un montón de los recursos que se utilizan hoy en día con cotidianeidad en la ficción. O al menos animó a usarlos sin miedo.
Nos sorprendimos con la muerte de Boone. ‘Perdidos’ se cargó esa idea de que los protagonistas no pueden morir, que luego tan bien ha explotado ‘Juego de tronos’. Otra coincidencia más entre ambos títulos. Lloramos la pérdida de Charlie, con el que habíamos tarareado mil veces “you all everybody”. Temimos a los Otros. Alucinamos con que Richard fuese de Canarias. Nos emocionamos con los 6 de Oceanic. Y finalmente vimos la luz con la aparición de Jacob y el hombre de negro, el bien y el mal. El principio y el final de todos los problemas.
¿Y el final? Fue encajado por cada cual con un talante. A unos cuantos aquella iglesia y las revelaciones del padre de Jack no les convencieron en absoluto. Y determinaron que la fe no había servido para nada. Y se volvieron descreídos, y renegaron. Y desde entonces son ateos.
Otros quedaron satisfechos. Por inverosímil que resultase todo, que la isla se moviese y desapareciese, que se saltase en el tiempo, que se resucitase y muriese según conviniese, las explicaciones les resultaron convincentes. “El corcho del mundo es esta isla y es lo único que mantiene el infierno donde debe estar”, dice Jacob para tratar de dar sentido al relato.
Otros no entendieron nada. No sabían si al final estaban todos muertos, o de parranda.
Y algunos (entre los cuales me incluyo) se conformaron con lo que había sucedido, con los buenos ratos que en seis años nos había propiciado la serie. Es complicado que una ficción mantenga el interés y la destreza para sorprender de esa manera. Da igual cómo fuese el desenlace, sólo por los momentos pasados ya había merecido la pena. Y aún así quedamos con ganas de más.
Por eso de vez en cuando gritamos aquello de: “tenemos que volver, Kate”.
Y en nuestra imaginación, cada cierto tiempo volvemos. Razones no nos faltan.
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