“No somos personas para los opresores, pero tampoco somos víctimas”
Aliyah Shadeed
Estados Unidos, eje de lo que llamamos Primer Mundo y espejo en el que ha de mirarse el resto, centro neurálgico de la economía mundial y paradigma de la democracia y de la justicia, sigue teniendo en las cuestiones de raza uno de los principales problemas de su sociedad. El único país del mundo gobernado por un premio Nobel de la Paz continúa dividido y estigmatizado por colores de piel. La potencia que se vende como la más desarrollada, la que media en todos los conflictos internacionales, la que ocupa los puestos pioneros en la vanguardia y las nuevas tecnologías sigue atrapada en las redes de las etnias y los guetos. Según una encuesta que publicó recientemente el Washington Post el 75% de los estadounidenses de raza blanca no cuenta en su círculo de amigos con ninguna persona que sea negra, latina o asiática. El dato es similar en los de raza negra, que apenas se rodean con gente de otras etnias. Están condenados a tratarse y a entenderse, pero les cuesta mezclarse y convivir.
Hasta mediados del siglo XX estaban vigentes las leyes segregacionistas, que establecían la separación de espacios, servicios y leyes de los americanos en función de su raza. En 1964 se firma la Ley de Derechos Civiles, que prohíbe la segregación racial en trabajos, lugares públicos y escuelas, y en 1965, se aprueba la ley del voto. Pero los grupos segregacionistas continúan existiendo y no sólo en Mississippi, Alabama, Lousiana o Tennessee, estados que tradicionalmente se han considerado con más escollos en cuestión de discriminación.
Un estudio reciente señalaba que la población del este era más racista que la del oeste, aunque la opinión pública rechazó estos datos por considerar su base poco sólida, ya que se basaba en las búsquedas que la población de las zonas había hecho en google con la palabra ‘nigger’ (que en español sería algo así como ‘negraco’ de forma muy despectiva). Lo cierto es que los datos coincidían con un análisis que hace tres años realizó otra empresa en el que estudiaba los tuits que atacaban a Obama por su origen étnico.
Sea como sea lo que se llamó ‘post-racial society’ o ‘color-blind’, esa sociedad post-años 60, se desmorona, se derrumba, se descubre. Lo sucedido en Baltimore lo demuestra, como antes lo que pasó en Ferguson. Lo cierto es que más allá de cuestiones de piel, el problema del asunto es económico, las consecuencias de una crisis que no se cesa y que se ceba principalmente en los ciudadanos afroamericanos. Gran parte de esta población vive asfixiada por sus condiciones laborales, falta de recursos, nivel de ingresos y por las discriminaciones racistas. Esa América existe y cada vez es más evidente. Luce menos, no se cubre con neón, pero está ahí.
La ficción se ha ocupado de retratar esa realidad. A Estados Unidos se le puede acusar de muchas cosas, de construir vidas paralelas, falsos mitos, situaciones utópicas y héroes idílicos, pero no de no saber hacer autocrítica. Y su ficción no escapa de ella. Se enfrenta a la realidad. La mira, la disecciona, la analiza, la muestra. No la esconde ni la esquiva. En eso en España tendríamos mucho que aprender.
Estos días se ha recurrido en innumerables ocasiones a ‘The Wire’, la estupenda serie de David Simon, que recorría las calles de Baltimore, inspeccionando las instituciones gubernamentales y policiales y las barriadas marginales, sumergiéndose en el negocio del tráfico de drogas y destapando la corrupción galopante. Lo cierto es que aquel título nos ha ayudado a entender mucho mejor las revueltas acaecidas en los últimos días, la situación de opresión que se vive en algunas ciudades estadounidenses y las desigualdades sociales latentes. Abrió una ventana, nos dejó asomarnos para ver esa América sucia y cruda en la que el color de piel predispone y sentencia una vida. Así de jodido, sí.
Pero hay un título más reciente que también ha vuelto a poner sobre la palestra el grave problema que vive una sociedad formada por multitud de razas pero atrapada por una convivencia entre ellas tumultuosa. ‘American Crime’ se estrenó hace apenas dos meses en una televisión generalista. Nada de cable ni emisoras de pago. Lo digo para los que se escudan en que en Estados Unidos se pueden contar algunas tramas gracias a que existen la HBO o la AMC. Este título es de ABC (cadena en abierto), que decidió correr un riesgo para reflejar un drama del día a día, para observar un suceso incómodo, para abordar desde diferentes prismas el tema del racismo en la época actual. En dos semanas concluirá la primera temporada y la intención inicial era desarrollar una próxima tanda con un argumento y protagonistas absolutamente diferentes (al estilo de lo que hacen también ‘True Detective’ o ‘Fargo’).
Escrita por el guionista de ’12 años de esclavitud’ se desplaza a Modesto, una población californiana en la que ha sido asesinado Matt Skokie, víctima de un asalto en el que su mujer se quedó en coma. Hasta allí llegan los padres del muchacho, divorciados hace años y con visiones de la vida absolutamente opuestas. Por el crimen cuatro sospechosos son detenidos y con ellos comienza un proceso, marcado por las connotaciones raciales, que les cambiará las vidas, que les hará sentir que las hostilidades entre las clases son flagrantes en la gran potencia mundial. ‘American Crime’ se recrea en los prejuicios, en lo complicado que es para algunas personas buscarse la vida por el color de su piel, en lo cuestionables que son los métodos policiales a veces. La serie se plantea también preguntas incómodas: ¿puede la sociedad más avanzada reconocer que cuenta con un sistema que aún no ha resuelto la discriminación entre sus ciudadanos? ¿cuando se mata a un blanco también se puede hablar de crimen racial? ¿miramos de diferente modo al criminal negro que al blanco? Son algunas cuestiones que surgen con esta ficción, protagonizada por un correcto Timothy Hutton y por una inmensa Felicity Huffman (no hace falta llorar y llorar para interpretar a una madre abnegada).
Pero ‘American Crime’ va mucho más allá. Es la serie de los peros. Plantea peros en casi todo. ¿Qué pasaría si la pareja perfecta asesinada no fuese tan perfecta? ¿Qué pasaría si el marine que se alistó en el ejército tras el 11-S fuese en realidad un descarriado metido en asuntos turbios? ¿O si su mujer no hubiese sido violada y hubiese consentido relaciones sexuales poco convencionales? ¿Qué pasará con la vida de un joven al que se ha condenado sólo por ser mexicano? ¿Qué pasaría si nunca nos hubiésemos reconocido que somos racistas?
‘American Crime’ (que en España se emite por la plataforma de series de MoviStar) es el retrato de una América con conflictos que no termina por resolver, pero también es un retrato de familias disfuncionales, de vidas ejemplares repletas de porquería, de sueños rotos y estampados en la cara.
Pero principalmente es un ejercicio de honestidad, de hacer ficción para que en otros lugares lejanos seamos capaces de entender lo que sucede en sus sociedades y el por qué se originan determinados problemas, para que dentro de unos años podamos recurrir a ella para comprender algunos sucesos. Igual que ahora podemos volver a ‘The Wire’ para contar lo que pasa en Baltimore, salvando las distancias, que hay muchas entre ambos títulos.
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