Si usted no sigue ‘Juego de Tronos’ se habrá quedado excluido en más de una ocasión de alguna conversación en la que se discute acerca del poder los Lannister o de la maldición de los Targaryen. ¿TargarQUÉ? Si usted no ha visto ‘The Wire’ no entenderá la mayoría de crónicas que se escriben sobre los problemas raciales en Estados Unidos en las que a menudo se nombra la producción de David Simon. Si usted no conoce ‘Los Soprano’ le habrá descolocado que se refieran a esta familia de origen italoamericano para hablar de asuntos que han sucedido en Palma de Mallorca, Benidorm o Sevilla.
Confesar no haber visto ‘The Wire’ o ‘Los Soprano’ cuesta tanto como reconocer que no se ha leído ‘Cien años de soledad’ o ‘1984’. Nadie quiere ser señalado como ignorante y con las series empieza a suceder esto: hay obras supuestamente tan incuestionables, que el no conocerlas es de ‘incultos’. La cultura ha dado la bienvenida a estas producciones. Para ser ‘culto’ ya no sólo hay que haber leído a Salinger, a Kafka o a Harper Lee; ser capaz de citar tres o cuatro óperas de Wagner; o saber distinguir a Schopenhauer de Nietzsche, ahora también se debe haber visto ‘Mad Men’ o ‘Breaking bad’. O decir que se han visto sin ser realidad, que ya no sólo ocurre con los falsos lectores del ‘Ulises’ de Joyce o de ‘La montaña mágica’ de Thomas Mann.
Donde antes se citaba a Foucault o a Camús ahora se hace lo mismo con David Chase o Jill Soloway. Lo común en tiempos pretéritos era recoger frases o pasajes de novelas y películas para explicar cualquier situación y en nuestros días, para idéntico fin, se recurre a diálogos de ficciones televisivas. Hace unos años no había entrevista distendida a un político en la que no se le interrogase por los libros que estaba leyendo, mientras que hoy en día la pregunta obligada es sobre las series a las que está enganchado. “Las”, en plural, porque no se contempla la posibilidad de que una persona vea una sola serie. Como mínimo hay que ver dos o tres a la vez para ir acorde con los tiempos que corren. Igual que de vez en cuando hay que pegarse un atracón de capítulos y hay que abonarse a Netflix con la misma rapidez con que uno contrata la luz y el gas al entrar a vivir en una casa.
Los nuevos ‘marginados sociales’ son aquellos que no ven series: los que no llevan al día ‘Narcos’, los que no conocen a los niños de ‘Stranger Things’, los que no son capaces de nombrar cuatro casas de Poniente, los que no reconocen a Omar Little nada más verlo, o los que nunca han oído hablar de las tropelías del presidente Underwood. Son ‘marginados’, eso sí, por una especie de élite cultural, la misma que antes denostaba la televisión y que ahora la ha abrazado con alborozo y ha hecho suyos algunos de sus productos. Ver series es de cultos. No verlas, de incultos. O más o menos, porque en esto, como en tantas otras cosas, existe mucho postureo y mucho esnobismo. Y modas. El escritor Javier Pérez Andújar lo tiene claro: “Ver teleseries no te hace cultor. lo que te hace culto es estudiar, trabajar, analizar; la cultura se adquiere con esfuerzo, trabajando, estudiando, subrayando”.
Sin caer en exageraciones ni en extremos el fenómeno, la conversión de las series en productos culturales, lo explica muy bien Concepción Cascajosa en su último libro, ‘La cultura de las series’ (publicado por Laertes): “En los últimos años las series de televisión han pasado a ocupar un lugar destacado en el espacio cultural de la sociedad occidental, en un proceso de legitimación resultado de una combinación de factores institucionales, socioeconómicos y tecnológicos. Esto no significa que ahora los espectadores vean más series de televisión, que históricamente han sido uno de los productos predilectos del medio, sino más bien que se generan más discursos sobre series, se han consolidado prácticas culturales relevantes a su alrededor, y grupos sociales de estatus medio-alto las han adoptado dentro de sus rituales de consumo”.
Cascajosa expone en este libro las razones por las que las series han ganado esa respetabilidad, como, por ejemplo, la equiparación que se hace de la narrativa televisiva con la novelística o la atracción que despiertan en ciertos sectores intelectuales las tramas basadas en la ambigüedad moral de sus protagonistas. No son las únicas, otros hechos han propiciado que lo de ver series no sea una pérdida de tiempo, sino una costumbre culta. Nunca una adicción tuvo tan buena prensa.
Hace unos días, en el FesTVal de Vitoria, el periodista Iñaki Gabilondo daba con otra clave para entender este cambio de tendencia: “Antes la información nos ofrecía la realidad y la ficción nos alejaba. Ahora lo que mejor cuenta la realidad es la ficción. Parece que la información se ha simplificado. Comencé muy captado por ‘El ala oeste de la Casa Blanca’, me gusta ‘House of cards’, ‘Los Soprano’, ‘The Wire’, ‘Mad Men’… Aparte de que son preciosas y con gran calidad de guión, a mí me permite entender mejor lo que pasa y lo que no pasa”. Primero se dijo que las series eran el nuevo cine, después que eran la nueva literatura, y ahora que son los nuevos informativos.
Lo ocupan todo. No hay terreno que se les resista. “La teleficción norteamericana ha sabido tomarle el pulso cultural, social, político y espiritual al arranque del tercer milenio con mayor exactitud que cualquier otra manifestación artística popular”. Esta conclusión se incluye en la explicación de la masterclass ‘La revolución fue televisada’ que imparte el periodista Carlos Reviriego el próximo 10 de octubre en Las Naves de Valencia. En ella se intentarán encontrar las razones por las que “un formato tradicionalmente comercial y desprestigiado, sin grandes ambiciones creativas, en un arte de poderosa influencia”. Este tipo de encuentros se han vuelto de lo más habituales en las aulas. Masterclass, tesis, cursos, postagrados, másteres. No existe formato académico que no se dedique a estudiar y analizar el fenómeno (y a magnificarlo).
¿Estamos sobrevalorando las series? Es posible que algo de esto esté ocurriendo y nos estemos pasando de frenada. Es cierto que al comienzo del siglo XX coincidieron algunos títulos que revolucionaron la televisión (‘Los Soprano’, ‘The Wire’, ‘The Shield’…) y que después han llegado otras tantas obras mayores (‘Breaking bad’, ‘Mad Men’...), instalando un nuevo tono/nivel en el formato. Muchas producciones merecen análisis y revisiones pero no todo el monte es de orégano. No se pueden recibir a todas las series como acontecimientos excepcionales, ni buscar dobles lecturas a cualquier producción. Más que nada porque cada vez se estrenan un mayor número de títulos y no todos pueden ser sublimes. Es necesario distinguir, tomar aire antes de opinar aventuradamente y calmar los ánimos. No podemos parir obras maestras ni productos imprescindibles todos los días. Na ha hay disciplina artística que aguante tal proliferación de genios y genialidades.
‘Ser culto’ a costa de las series es muy, muy sacrificado y se necesitan muchas más de las 24 horas que tienen los días. Con la cantidad de estrenos que se acumulan mes tras mes es complicado mantenerse al día y no caer en la ‘ignorancia’ en alguna ocasión. Otra cosa es que se reconozca. A ver quién es el chulo que sale ahora y dice (después de haber sido nombrada y manoseada por todos los políticos) que no ha disfrutado de ‘Borgen’. A la hoguera con él. Los clásicos deben ser bien atendidos y los recién llegados también, aun a costa de nuestra salud y estabilidad física. La semana pasada se hablaba (bastante) de los episodios pilotos de ‘This is Us’, ‘Designated Survivor’ o ‘Better things’. Esta se centrará en lo que ha hecho Woody Allen para Amazon. Y aún faltan por llegar las nuevas temporadas de producciones veteranas. Este ritmo nos hará muy cultos, sí, pero terminará acabando con nosotros. Tenemos cultura (catódica) por encima de nuestras posibilidades. Y mucha tontería encima, que diría mi padre.
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