“Vivo como si no hubiera un mañana porque no lo hay”
Don Draper
Don Draper no sabe amar. Paradojas de la vida, el amante perfecto no sabe qué es el amor. No es fácil amar. Nadie nace con esa materia aprendida. Vamos recibiendo lecciones, instruyéndonos en un lado y en otro, tomando clases particulares como buenamente podemos. Y con esas nociones intentamos acceder a la práctica con distinto tino. Lo procuramos. Pero la vida en multitud de ocasiones se empeña en demostrarnos que no sabemos nada o nos obliga a desaprender lo aprendido.
No hay fórmula matemática perfecta para llegar a querer bien a alguien. Ni logaritmo que resolver para ser bien querido. Queremos como podemos. Nos quieren como pueden. No hay más.
Don Draper tiene pinta de haberse doctorado en esta licenciatura cientos de veces y de lograr cum laude con arquear sus cejas. Es el hombre deseado y envidiado, el hombre que solo con moverse despierta pasiones, el hombre al que no le tiembla el pulso para conseguir lo que desea. Y, sin embargo, a medida que lo vamos conociendo esa envidia se transforma en lástima. Porque detrás de esa apariencia impecable se refugia la nada, no hay nada. Porque Don Draper no se quiere y por eso es imposible que quiera a nadie.
Leemos sobre el amor, escribimos sobre el amor, hacemos el amor. Y al final de cada partida nos quedamos con la sensación agridulce de que el examen no nos ha salido bien del todo, de que no alcanzaremos la nota ansiada, de que será inevitable repetir curso. Y entre curso y curso pasamos la vida en una carrera que no se acaba nunca, de la que jamás saldremos doctorados.
Una carrera a la que cada cual accede con unos conocimientos, con unos apuntes, con un estuche cargado de armas. Draper las esconde bajo trajes, cigarros y poses. Y aunque todo en él provoca fascinación llega un momento en que quema. Porque no sabe amar. “Quererte es la peor manera de acercarse a ti”, le espeta Betty, la esposa despechada, otra víctima de sí misma. Otro ser perfecto que se detesta, se infravalora, se flagela.
Draper no es un cabrón. Engaña porque no tiene otra manera de soportarse a sí mismo. No disfruta de sus conquistas, ni siquiera se cree merecedor de ellas. Ha buscado todas las maneras posibles de amar, pero ninguna es la acertada. “Voy a un montón de sitios y termino siempre en algún lugar en el que ya he estado”, se dice.
Todos los caminos le conducen a su verdadero yo y ese le aterra. Cuando se planta frente al espejo Draper no contempla al hombre perfecto; ve una mentira, una estafa; ve lo que se negó ser y ha terminado siendo; ve al niño al que le robaron la infancia, los primeros años en que se aprende a querer, y que él no pudo disfrutar.
La historia de Don funciona como un espejo en el que nos obliga a mirarnos a todos. A los espectadores que se engañan y se repiten cada día que sí saben amar, que se quieren, que se gustan. Que se camuflan como él. En las primeras temporadas de ‘Mad Men’ el espejo en el que nos imponían reflejarnos nos gustaba, el del Don Draper deseado, el conquistador infalible. Pero la imagen se ha ido empañando hasta terminar en los capítulos que han compuesto la sexta temporada, que ha finalizado ya en Estados Unidos. La etapa en la que Draper bajó al infierno (ese infierno que se anuncia en la evidente lectura que hace el protagonista en Hawaii). Y este nuevo Don, el que se castiga por no saber querer, el que se reconoce incapaz de sentir nada por los que están a su lado, el que hace daño inconscientemente para soportar su dolor, nos atrae menos. Esta nueva estampa ante al espejo nos asusta y nos empuja a dirigir la vista hacia otro lado.
Porque si observamos fijamente también deberemos reconocer en algún momento que es muy difícil querer. Querer, al menos, sin causar angustia, sin ocultar nuestra realidad, sin negar nuestras miserias. Querer, así, al desnudo es de valientes. Que levante la mano el que pueda presumir de ello y dar lecciones al resto.
Draper mira a su alrededor y no localiza a personas mucho mejores que él. Porque él es consciente de que no es el único vulnerable, el único que se ha inventado una representación para aceptarse mínimamente. Mira a su exesposa, Betty, atrapada en una inmadurez incorregible. Mira a los que le admiran. A su compañera Peggy, empeñada en demostrar su fortaleza aplastando a quien le rodea, como bien ha aprendido de su maestro. A Pete, un mediocre imitador al que le rebota cada acción que comete. Mira a Joan, que intenta erguirse para simular una dignidad que ya no encuentra.
Pero lo peor de todo es cuando mira a su joven hija, Sally, y se da cuenta de que ella también está empezando a saber mentir para vivir. Ella tampoco sabe querer. Y eso le marcará de por vida. Igual que le sucedió a él.
En el mundo de ‘Vértigo’ de ‘Mad Men’, en el que los hombres caminan cabizbajos y apesadumbrados por Madison Avenue, se lanzan por ventanas de grandes rascacielos, se desvanecen entre infidelidades, borracheras y excesos, nadie sabe amar y nadie está dispuesto a enseñarlo.
Y ahí está Draper, más martirizado que nunca. Leopardo, león y loba. Buscando su sitio en el infierno de Dante, del que sólo podrá salir cuando se atreva a reconocerse y quererse. Y en ese infierno que todos hemos visitado alguna vez le hemos dejado. Nos toparemos de nuevo con él el año que viene. Pero ya nunca más será el hombre perfecto, ni el más deseado. Siempre será el hombre que nunca supo amar.
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