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Mikel Labastida

El síndrome de Darrin

La Química debería estar prohibida

“La química debe ser respetada”

Walter White

 

Puedes leer esta entrada sin peligro de ‘spoilers’ hasta que yo te avise

 

No puedo dejar de pensar en ese profesor de Química al que, para celebrar su 50 cumpleaños, su mujer masturba mientras sigue en el ordenador la puja de un jarrón que ha puesto en venta en Internet y le recuerda que el fin de semana ha de pintar. Ese que luce en la pared de su casa como un gran triunfo un diploma sobre un proyecto de protones realizado hace mil años, que hace gimnasia en una de esas máquinas absurdas de pedales, y que toma bacon vegetal para cuidar el colesterol.

 

Una mañana te levantas y miras atrás. Y, sin poder evitarlo, haces balance. Han transcurrido en esa vida que has ido construyendo (como has podido, no siempre como has querido) los años suficientes para poder sopesar lo que ha estado bien, lo que ha sido regular. Miras a tu familia, a tu pareja o tu carrera laboral y contemplas el camino recorrido. Ese acto de evaluación es duro porque te obliga a reconocer todo aquello que no has logrado, lo que alguna vez soñaste y la vida se ha empeñado en no darte. Quizá fue una cuestión de suerte o tal vez se debió a una serie de elecciones. O sencillamente no lo mereciste. Porque no eras tan bueno en tu oficio como creías, porque no estuviste a la altura de las circunstancias, porque no supiste jugar tus cartas. Quién sabe.

A Walter White un cáncer (un maldito cáncer) le pone en esa tesitura a los 50 años, una edad razonable para girar la vista y calibrar qué tal ha ido. Una edad en la que eres lo suficientemente mayor como para ser capaz de valorar en qué te has convertido y cuánto se parece o no a lo que tú habías deseado. Ya digo que, en este tipo de coyunturas, lo normal es sentirse algo frustrado porque lo común es que no hayas alcanzado lo que te propusiste. White mira a un lado y a otro y comprueba que no tiene dinero para cambiar el calentador de agua, que su jefe lo explota, que su cuñado se burla por lo poco que le han servido los conocimientos que se ha labrado. “Tienes un cerebro enorme, pero no te lo echaremos en cara”, le espeta su cuñado, agente de la DEA, un patán que, sin embargo, a su alrededor y entre sus allegados simboliza el éxito.

 

 

El ser humano tiende a engañarse. La mentira es un mecanismo de defensa estupendo a veces. Nos sienta fenomenal soltar algunas del tipo “aún estoy a tiempo”, “todavía me puede pasar”, “me voy a proponer hacerlo”. Son pequeños embustes piadosos que nos regalamos a nosotros mismos para no verlo todo negro, para no sumirnos en el lamento. Funcionan como elementos para conciliar el sueño esa noche y para relajarnos a corto plazo.

Pero, ¿qué pasa cuando el plazo se acaba? Cuando te dan una fecha de caducidad y tú te percatas de que no vas a tener tiempo de que te sucedan más cosas, de dar giros o de contarte nuevas mentiras. Te rindes, o arriesgas y te lanzas.

Las decisiones que tomamos con presión y celeridad no suelen ser buenas. Pero, reconozcámoslo, hay decisiones que o las tomas así o no las tomas. Porque empiezas a ponderar los peros y riesgos, a achicarte, a marear tu cabeza y, al final, no das el paso. Ves la línea pero no la cruzas. Llegas hasta ella pero retrocedes.

 

Ha pasado una semana desde que ‘Breaking bad’ bajó su telón. Una semana en la que hemos asistido a toda clase de debates sobre su final, análisis en torno a su protagonista o hipótesis acerca de su trama. Se ha escudriñado la serie hasta el hartazgo, indagando en el vestuario de sus personajes, en el simbolismo de los colores, en las secuencias clave del desenlace, en su música, en sus infografías o hasta en los desayunos de Walter Jr. Lo lógico en una obra magna como se ha convertido esta serie, que ya se codea donde quiera que esté junto a ‘Los Soprano’, ‘The Wire’ o ‘A dos metros bajo tierra’. Queda poco por estudiar de ella. Ahora, una vez las ideas reposan, es momento de digerirla bien, de volver a verla (qué gusto da encontrarse de nuevo con esa caravana en la que todo comienza y ver volar los pantalones de White) y recapacitar sobre los motivos por los que a cada uno nos ha llegado tan adentro esta ficción.

 

 

No puedo dejar de pensar en aquel don nadie al que sus alumnos ignoran, su hijo ningunea y su mujer le controla qué tarjetas debe usar. Aquel que una vez decidió abandonar una empresa que luego sería un éxito y que malvive con dos trabajos, impartiendo una materia que a nadie le interesa y limpiando coches. En ese hombre al que le diagnostican un cáncer incurable y no tiene más remedio que echar la vista atrás. Lo hace lanzando cerillas encendidas en su piscina. Evalúa lo vivido y concluye que el saldo es bastante negativo.

A ese hombre la vida da una segunda oportunidad al aceptar acompañar a su cuñado a una redada. ¿Quién dijo que todas las segundas oportunidades son buenas? ¿Quién dijo que las segundas oportunidades obligatoriamente han de ser mejores que las primeras? Primera lección de ‘Breaking Bad’: hay que desmitificar las segundas oportunidades.     

Pero él se agarra a esa segunda oportunidad que parece una locura, que está abocada al fracaso y de la que seguramente saldrá peor de lo que ha entrado. Él lo sabe. Es consciente tan pronto se tiene que enfrentar a dos camellos que le apuntan con una pistola. Pero tiene la excusa perfecta para aferrarse a ella. Necesita dinero para costear un tratamiento de quimioterapia y para dejárselo a su familia cuando él fallezca (como máximo en dos años). Por eso decide aplicar todo lo que sabe sobre química para cocinar una metanfetamina como nunca ha circulado por las calles de Albuquerque. Porque él sabe que es el mejor en algo, pero la vida se ha empeñado en no dejar que lo demostrase.

¿Lo hace por dinero? ¿Lo hace por su familia? Claro que no. Tardará en reconocerlo. Cinco temporadas, nada menos. Él necesita mirar a los lados y cuando se esté muriendo sentir que ha sido grande, único, importante. El dinero vendrá después, pero lo que él busca es que uno de esos alumnos que siempre lo han menospreciado (Jesse) lo mire con asombro y admiración y le diga que es un artista; que su hijo (que sufre parálisis cerebral) sienta orgullo al verlo defenderlo en una tienda cuando otros muchachos se ríen de sus muletas; o que su mujer no lo reconozca cuando se mete en la cama y le echa un polvo en condiciones. “Estoy despierto”, le asegura a Jesse a las pocas horas de comenzar a trabajar juntos. Había estado dormido demasiado tiempo. 50 años. Pero aún está a tiempo, todavía le puede pasar. Y esta vez no son mentiras.

 

Si has leído hasta aquí ya tienes motivos suficientes para ver la serie. A partir de esta línea se desvelan pequeños detalles de las cinco temporadas

 

Breaking bad’ habla de segundas oportunidades en vidas anodinas condenadas al olvido. Y del precio de éstas, que en este caso ha resultado caro. Porque durante cinco años hemos acompañado a este don nadie, que podría ser yo, que podrías ser tú dentro de diez años, por un sendero equivocado y destructivo en el que se mete para alimentar su ego y del que no es capaz de salir. Mejor dicho, del que no quiere salir. “Esto se acaba cuando yo diga que se acaba”, afirma.

Primero es el cáncer, después los suyos. “La familia lo es todo”, subraya. Pero al final del camino nos encontramos con que la principal razón por la que Walter White se ha empeñado en conducir por esa carretera llena de baches y de curvas disfrazada de segunda oportunidad es por su vanidad. “Me has preguntando si estoy en esto por la metanfetamina o por el dinero. Por ninguno. Voy a crear un imperio”, reconoce según avanza la trama. El cáncer no remite y la familia se descompone y se hunde. ¿Se arrepiente, por tanto, White visto lo sucedido de lo que ha hecho? No. Pese a todo, pese a las lágrimas, pese a las desventuras, pese a la ringlera de muertos que provoca, pese al desastroso final, él ha logrado lo que se proponía, aunque tardó tiempo en admitírselo a él mismo. Sólo por haber pronunciado frases como “Yo gané”, “Fuera de mi territorio” o “No estoy en peligro, yo soy el peligro” mereció la pena.

En el primer episodio de ‘Breaking bad’, que hay que revisar obligatoriamente una vez clausurada la serie, White habla a sus alumnos sobre la asignatura que enseña. “La química es el estudio de la materia, pero yo prefiero verlo como el estudio del cambio. Es lo constante, es el ciclo. Solución, disolución, una y otra vez. Es crecimiento y decadencia. ¡Es transformación! ¡Así es la vida!”. Y en Química convierte White su existencia y la de los de su alrededor. Crecimiento, transformación y decadencia.

 

Podemos discutir sobre si el final de la serie es previsible o plano, sobre los personajes que se topan con Walt (desde el insignificante Krazy 8 hasta el psicópata Todd, pasando por Gus, Mike o Héctor Salamanca), sobre las rocambolescas situaciones que acontecen en 47 episodios (desde ese accidente de avión por culpa de un padre abatido al atraco perfecto al tren), sobre los episodios redondos (el de la mosca, el del lirio de los valles, Orzymandias…) o sobre los miles de detalles que con esmero se cuidan en el argumento (los pantalones, el edulcorante de Lydia, el cigarrillo de ricina, el libro de Walt Whitman…). Podemos hacerlo. Pero al final ‘Breaking bad’ es una historia de segundas oportunidades, de expectativas no cumplidas, de egos insatisfechos. Y de las consecuencias de todo esto.

Y uno tiene la sensación, una vez vista esta serie, de que los volantazos, los cambios de rumbo, los puntos y aparte hay que efectuarlos en la vida cuanto antes. Porque, si no, los daremos cuando ya sea tarde, desesperados, y con fatídicas repercusiones.

 

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Sobre el autor

Crecí con 'Un, dos, tres', 'La bola de cristal' y 'Si lo sé no vengo'. Jugaba con la enciclopedia a 'El tiempo es oro' imitando al dedo de Janine. Confieso que yo también dije alguna vez a mi reloj: "Kitt, te necesito". Se repiten en mi cabeza los números 4, 8, 15, 16, 23, 42. Tomo copas en el Bada Bing. Trafico con marihuana en Agrestic y con cristal azul en Albuquerque. Veo desde la ventana a mi vecino desnudo. El asesino del hielo se me aparece en cada esquina y no me importaría que terminase con mi vida para dar con mis huesos en la funeraria Fisher.


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