La chatarra es su medio de vida. El joven rumano empuja un carro de supermercado cargado de hierros, cable de cobre y enseres viejos. Los ciclistas que circulan por el carril bici tienen que sortearlo para no chocar. Georgeu B. se dirige a un almacén de la pedanía de La Punta para vender los metales.
La escena se repite casi todos los días junto a la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Valencia muestra entonces su cara más humilde. Como si de un pequeño ejército de pobres se tratara, medio centenar de indigentes, algunos en compañía de niños desaliñados, caminan con su chatarra para conseguir un puñado de euros. Su pan de cada día.
La mayoría de estas personas son inmigrantes rumanos que malviven en casas abandonadas o asentamientos de chabolas junto a las vías del tren en San Isidro, Malilla, la Fuente de San Luis y cerca del Oceanográfico.
Sus nombres no aparecen en ningún padrón. Trabajan en la economía sumergida, piden limosna de forma organizada o recogen chatarra. También sustraen cable de cobre para luego venderlo en el mercado negro. La policía ha desmantelado en los últimos años varios grupos que robaban el preciado metal. Los ladrones eran chabolistas sin apenas recursos económicos.
Las autoridades no tienen datos precisos sobre el número de personas que residen en asentamientos ilegales en la Comunitat Valenciana. Según fuentes de la concejalía de Bienestar Social del Ayuntamiento de Valencia, unas 200 familias viven en casas y fábricas en ruinas, cabañas construidas con materiales de deshecho y autocaravanas aparcadas en zonas sin urbanizar de la ciudad.
El censo se actualiza cada año, pero no refleja datos reales debido a los continuos cambios de residencia de los clanes. Muchos de estos indigentes rechazan la ayuda de los Servicios Sociales. Aceptarla supone la obligación de dejar atrás su medio de vida: el nomadismo al amparo de la venta de chatarra y trabajos esporádicos en el campo.
Intentar que se establezcan en un sitio determinado, donde no causen molestias y tengan al mismo tiempo unas mejores condiciones higiénicas, es lo único que suelen hacer los ayuntamientos. Según fuentes municipales, perseguirlos al amparo de multas no tiene sentido, ya que son insolventes y no se les puede embargar nada.
Además, la laguna jurídica es grande al tratarse de ciudadanos de la Unión Europea con derecho a la libre circulación por España. Sin embargo, el debate sobre la expulsión de los inmigrantes gitanos en Francia se reaviva también en algunas ciudades de la Comunitat. «Hay quien explota una sensación de inseguridad en torno a los delitos menores que puedan cometer algunos miembros de los clanes rumanos, pero no podemos aseverar que haya grupos racistas en Valencia», sostiene un inspector jefe de la Policía Nacional.
Nadia I. ha vivido ese rechazo en sus propias carnes. Llegó a Valencia en 2006 huyendo de la pobreza de Rumanía y buscando mejoras sociales en nuestro país que nunca llegaron. «Me aconsejaron que no pusiera mi etnia gitana en el currículum para encontrar trabajo más pronto, pero nadie me contrata», dice la joven.
Sin empleo y sin un techo fijo, la mayoría de las familias gitanas de los asentamientos de Valencia recurren a la chatarra para sobrevivir. El cobre y los hierros que recogen en la calle se convierten en su pan de cada día.
Pero la competencia es dura hasta en la miseria. Algunos clanes se disputan la comida caducada, los hierros de las viejas fábricas y los contenedores de ropa. Y por eso hacen guardia a la hora que las tiendas y supermercados tiran los productos perecederos.
Los empujones, las amenazas y las discusiones son frecuentes. Sin miramientos, varones o mujeres, adultos o menores, protagonizan incidentes en plena calle. Los testigos y vecinos llaman a la policía para evitar males mayores. Minutos después, cuando llegan las primeras patrullas, los implicados huyen a la carrera o se niegan a presentar denuncia.
«Cada familia solemos tener nuestra zona para recoger chatarra. El problema es que algunos pasan antes que tú y se llevan todo lo que había servible en el contenedor», se queja Nadia. «Eso tampoco es justo», añade la joven.
Malvive en una chabola
Un viejo toldo de camión atado a varios somiéres y vallas es el único techo que tiene Enrique G., un hombre de etnia gitana que malvive en una chabola junto al moderno complejo de oficinas de la Ciudad Ros Casares.
«Hay mucha humedad, pero no me mojo cuando llueve. El agua resbala por la lona y cae fuera», explica Enrique. «Tengo luz, dos televisores, un vídeo y una pequeña cocina de gas butano. Lo único que me falta es agua, pero hay una fuente cercana», asevera con resignación.
Su hermana vive en otra cabaña contigua de las mismas dimensiones: unos 20 metros cuadrados. «Sole es la única compañía que tengo. Nuestra madre murió hace seis meses en una residencia de Manises», afirma el chabolista.
«Sole, ¿cuántos hermanos tenemos?», pregunta Enrique mientras trata de recordar el número de familiares. «Creo que somos seis o siete, pero cada uno va por libre», añade.
Sus problemas con las drogas en los años 80 y una grave enfermedad le dejaron secuelas. «Ahora llevo ya diez años sin meterme nada malo en el cuerpo. Antes fumaba heroína y las putas eran mi perdición. Me infecté por eso», asegura Enrique con el rostro cariacontecido.
De cómo se gana la vida prefiere no hablar. «La verdad es que trabajo poco. Recojo chatarra y recibí durante un tiempo una pensión contributiva de esas de la Seguridad Social», comenta Enrique.
Y se arrepiente de muy pocas cosas. «Yo soy feliz con lo que tengo. Quizás podría haberme esforzado más para aprender a leer y escribir. Ser analfabeto es como estar ciego, pero es lo que hay».