En Londres, me enfado cada vez que subo al autobús. No es por el tráfico, la flema de los conductores tras las bicicletas o algunas axilas promotoras del transporte privado. Todo eso es universal y no específicamente británico.
Son los niños ingleses. Y lo bien que hablan inglés. Hay que ver lo sueltos que están en la lengua de Shakespeare frente a quienes necesitamos tres cuartos de hora, dos diccionarios, una gramática de bolsillo y la confirmación de una web de traducción para pronunciar apenas una frase antes de que el interlocutor se haya marchado.
Algunos llevamos décadas y no conseguimos poner un condicional en condiciones, valga la redundancia, y ellos, en cambio, en apenas cuatro añitos han aprendido lo suficiente como para mantener una animada conversación con la Reina de Inglaterra, en el supuesto de que Isabel II se reencarnara en la Carmen Miranda de la realeza, todo gracejo, salero y diversión, cosa harto improbable.
Es lo que tiene aprenderlo desde pequeñitos. Aprenderlo bien, quiero decir. Para usarlo. Para sobrevivir usándolo y morir sin usarlo, que es el único modo de aprender una lengua. En una palabra: para vivir.
Por eso, cuando veo a nuestros adolescentes y jóvenes usando un español macarra, más desviado que los pollos de Evo, falto de sintaxis, pobre de léxico y reducido, en general, a una caricatura de sí mismo, me pregunto qué será de la literatura en español dentro de unas décadas. No hablo del hábito de lectura que es algo tan recordado en un día como hoy, sino de la capacidad para entender lo que dice un autor que no se exprese kn msg SMS d tfno.
Eso es lo que debería plantearse más radicalmente el pacto educativo que potencia el ministro Gabilondo. Es cierto que en el acuerdo aparece la necesidad de que todos los alumnos “comprendan y se expresen correctamente” en español pero que eso tenga que explicitarse en un acuerdo sobre la educación en España ya es significativo.
Lo normal sería que ese principio estuviera tan integrado que no apareciera y sí lo hiciera, en su lugar, la exigencia de dominar, además, otras lenguas de Europa.