Mientras veía ayer el fervor de los valencianos hacia la Mare de Dèu, recordé las palabras del periodista Azzati en las que presumía de tener más votos que la Virgen y que fueron el detonante de lo que es ya una tradición de casi cien años: el traslado de la Virgen.
El año que viene, de hecho, se cumplirá el centenario y no solo resulta difícil suscribir hoy la estupidez de Azzati sino que la evolución de la vida valenciana califica por sí mismo el comentario. La prueba es que, de él, la mayoría de los valencianos solo recuerda el nombre de una céntrica calle de Valencia, en cambio, a la Maredeueta la acompañan hasta los políticos de izquierda.
Es más, en la actualidad no hay político que consiga repetidamente una muestra de afecto incondicional como el que concita la Geperudeta. Que yo sepa en las filas que se forman cada mes de mayo en el Besamanos y que han ido duplicándose año tras año no dan bocadillos gratis; ni hay autobuses organizados por la Cofradía ni ésta necesita hacer campaña alguna para promover la devoción. Ya quisiera más de un candidato tener la mitad de tirón que la Virgen.
Por eso me cuesta imaginar cómo puede degradarse tanto la convivencia como para que un grupo de milicianos entrara en la Basílica y pretendiera quemarla o tirotear la imagen como ocurrió en el 36.
Ese proceso solo puede producirse por una constante exacerbación de los sentimientos contra lo religioso que a unos les hizo salir a quemar iglesias y a otros, aceptarlo como normal. O simplemente callar por miedo, lo cual demuestra lo enfermiza que era la vida social entonces.
En ese sentido, me resisto a aceptar el discurso que algunos pretenden imponer sobre la idílica vida bajo la República. Quienes lo dicen no han vivido aquello ni se han preocupado por conocer la deriva violenta que tomaron los hechos.
Una violencia -la que se desencadenó contra los católicos- que no fue condenada ni frenada e investigada por el gobierno. Sin embargo, para eso no hay memoria. Pero la memoria o es completa o es falsa.