Hay una escena en la película ‘The Queen‘ que revela el carácter de Isabel II de Inglaterra, tanto si es verdad como si solo es una alegoría permitida en la ficción.

Es aquella en la que Tony Blair visita Buckingham por primera vez tras ganar las elecciones. Él, confuso por la situación, desconoce el protocolo y ha de ser la Reina quien ponga los puntos sobre las íes diciéndole que no es él quien se ofrece para formar gobierno sino ella quien se lo encarga. En esa conversación, además, la Reina le hace ver que por allí han pasado nueve primeros ministros, incluidos Churchill, Thatcher o Major.

Es la impresión que se tiene cuando se ve a la Reina en Westminster pronunciando su discurso de inicio de la legislatura. La de ayer fue la 56ª vez que abría las sesiones del Parlamento. Es lo que tiene una institución como la Corona, que ve pasar a aquellos cargos y personajes fugaces cuyo nombre solo aparecerá en una línea de la Enciclopedia o, si me apuran, en un breve enlace de la Wikipedia. Frente a eso, su biografía y la de los Windsor llena bibliotecas enteras.

Por eso, a pesar de toda su pompa, el polvo de siglos en las pelucas y lo impropio del oro del Parlamento, me da cierta tranquilidad la reina de Inglaterra. Incluso con las Joyas de la Corona ocultando que comparte peluquero con la Duquesa de Alba y rodeada de ‘beefeaters’, como ayer se presentó en la Cámara de los Lores. Con ellos escoltando a la Reina no me extraña que la idem madre se dedicara a la cata de la ginebra. Son puro ejemplo de publicidad subliminal. No hay quien se resista.

La paz que me proporciona la Queen es la de la permanencia frente a la vorágine que vivimos. Y también su condición de ex combatiente de la II Guerra Mundial, aunque fuera solo en la retaguardia conduciendo ambulancias.

Ella tiene autoridad para recordarle a su pueblo las palabras de Churchill (sangre, sudor y lágrimas) y pedirle sacrificios en tiempos de guerra. Porque lo nuestro es, sin duda, economía de guerra.