Acabo de cambiar de móvil con el sistema de puntos de Vodafone. Pero los puntos no sé si son una ventaja para proporcionarme un móvil a menos precio o un truco para introducir en el mercado aparatos inservibles.
El mío es uno de ésos. La batería dura apenas una conversación; la carcasa parece de juguete y en lugar de ser mejor éste que la versión anterior, es peor. Por no poder no puedo ni pasar las fotos del antiguo porque son demasiado buenas. Cuando he querido averiguar por qué me he encontrado con la misma clave: “Made in China”. En efecto, parece de los chinos. Del chino de la esquina.
No es que esté enfadada. Estoy estupefacta. Me cuesta creer que una marca tan consolidada como Sony Ericsson engañe así a sus usuarios. De hecho, mi hipótesis es que se trata de una falsificación, como los bolsos de Tous que venden en el mercadillo, y Sony no lo sabe. De otro modo, la alternativa es desoladora: las grandes marcas apuestas por los productos basura para abaratar.
La verdad es que estoy harta de esos “low cost”. Una cosa es no ser muy exigente con lo que se compra (yo, en móviles no lo soy porque no duran nada) y otra, que tengamos que tragar con ruedas de molino. De molino chino, para ser exactos.
Durante años hemos presumido de unos estándares de calidad que hacían distinto el producto español de su mala imitación asiática, pero ahora tengo la sensación de que el mercado se está reduciendo a ese nivel ínfimo reservado, hasta hace poco, solo a los aficionados a las tiendas multiprecio de Lin Chiao.
A eso se une la tendencia de algunas compañías que incitan a comprar por Internet. Supongo que con ello recortan gastos. Más vale pagar a un mensajero que al encargado de la tienda, el alquiler del local, la luz, agua o contribución urbana.
Sin embargo, yo estoy en proceso regresivo. Después del fiasco del móvil, no compro otro por Internet. He decidido ponerme en modo “Santo Tomás”. Si no lo toco no lo creo. Y ya hablaré de Camps otro día.