Zapatero parece, cada día más, la encarnación viva de la tristeza compostelana que se siente de fondo cuando la tuna canta “Triste y sola”. Sola se queda Fonseca y solo parece Zapatero. Tristes quedan los muros el Palacio de Fonseca y tristón y cabizbajo anda por los rincones patrios el optimista antropológico.
A su pena profunda de cascabelero prometedor de dádivas venido a menos se une una cierta delgadez que me quita el sueño. ¿Será que hasta Sonsoles, como decía Rita Barberá, está harta y no le espera para cenar de modo que el pobre subsiste a base de latas de mejillones y restos de pizza recalentados al microondas? ¿Será que la preocupación por el papel de España en el Mundial ha cerrado el estómago del ministro de Deportes? ¿Será que se presenta él mismo como lección práctica de apretarse el cinturón?
Si es por eso, yo ando fina. A juzgar por mi cinturón, nado en la abundancia, cosa que es falsa de toda falsedad. O sea, que si quiero dar ejemplo de austeridad, debo bajar un par de tallas. Qué contrariedad. Siempre pillo mal la interpretación social de la gordura.
Hubo un tiempo en que obesidad y belleza iban de la mano pero de eso hace siglos y se quedó en los cuadros de Rubens. En el XIX, sin embargo, la languidez y la palidez de las tísicas eran puro acicate sexual para los contemporáneos.
En el XX hemos visto pasar de la delgadez extrema de Kate Moss a las curvas voluptuosas de Monica Belluci. Y ahora, que parecía que ya nos estabilizábamos entre un índice de masa corporal sano para las modelos y unas curvas moderadas, para el resto, llega la crisis.
Con ella, la gordura vuelve a la caverna, esta vez por ser sinónimo de exceso impropio en tiempos de precariedad.
Por eso, quizás, la delgadez de Zapatero marque tendencia, si alguna vez las medidas de un caballero lo hacen. Me refiero a las medidas globales, no parciales. Si la referencia es el cinturón de Zapatero que cada día se aprieta más, nos va a tocar sufrir sangre, sudor y hambre. Mucha hambre.