Con esto de la crisis, de la inseguridad laboral, de las dudas sobre si los precios de hoy serán los de mañana y sobre los augurios de peores circunstancias económicas tras el verano, todavía no me hago el ánimo de anotar el 29 de septiembre en la agenda.
A fecha de hoy desconozco qué será de mi el 29 de septiembre. Estoy, como tantos otros españoles, con la sensación de andar sobre trozos de hielo en medio del océano antártico, es decir, pensando que en cualquier momento eso que parece suelo puede hundirse y hacerme caer al agua helada del Polo Sur.
Quién sabe lo que pasará de aquí a tres meses. Tal vez esté en el paro, mi coche haya pasado a mejor vida, la oficina de mi caja de ahorros se haya trasladado a otro barrio o el impuesto de contribución haya vuelto imposible seguir viviendo en el mismo sitio. Es tan indefinida la situación laboral, fiscal o política que cuesta hacer planes de futuro.
Por eso me resulta tan difícil anotar la fecha de una huelga general con tanta anticipación. ¿Y si para entonces se han convocado elecciones anticipadas? ¿Y si el euro se ha volatilizado? ¿Y si yo misma me he hartado de algunos pandilleros que me fastidian y me he largado a vivir en una casa rural cuidando ovejas y cultivando tomates?
Si poco impacto iba a tener una huelga en las circunstancias actuales, la sensación de huelga en diferido aún la hace más extraña. Parece que los trabajadores digamos “ya protestaremos más adelante”, como si ahora no nos viviera bien ya sea por el fútbol, por el verano o por el miedo a protestar justo antes de un periodo de posible contratación como el estival.
No termino de entender cómo podemos aplicar esa tranquilidad de dejarlo para la vuelta del verano excepto en la medida en que, para entonces, todos estaremos más enfadados, con el agua escolar al cuello, con la cuesta del otoño y la depresión postvacacional. El problema es que para entonces el gobierno no puede cambiar de política. Eso sí: puede cambiar de banco en el Parlamento.