Nunca me han gustado las afirmaciones grandilocuentes sobre los rasgos de la patria como si el territorio nos hiciera “quijotes” a todos y “cármenes” a todas.
Hay quienes, a lo largo de los siglos, han intentado ofrecer un perfil propio del español como del francés o del británico. Y aunque es cierto que determinados comportamientos pueden ser comunes en un entorno por pura aceptación social, me resisto a aceptar que eso venga en los genes o en la sangre. Sin embargo, no puedo negar que hay actitudes colectivas que me obligan a repensar la caracterización del ser español.
Como me cuesta afirmar que existe un modo hispánico de enfrentarse a las cosas en este mundo global, busco explicaciones a determinados fenómenos. Por ejemplo, al pesimismo colectivo. Éste no es nuevo y tiene su ejemplo más paradigmático en la crisis del 98. Cuando España perdió las últimas colonias se enfrentó a una depresión nacional que, afortunadamente, sirvió para que quedara una magnífica herencia de grandes escritores y pensadores, la llamada “generación del 98”. Es lo que tiene el fracaso y el drama, que hacen brotar genios ocultos que tal vez en tiempos de bonanza hubieran quedado enterrados bajo toneladas de autosatisfacción.
Todo esto meditaba ayer entre la autoflagelación de Zapatero en el Congreso, aceptando que el prestigio de España se debe un esfuerzo colectivo y no tanto a su gobierno, y el partido de “la gran favorita” ante Suiza.
Yo creo que ese fenómeno de optimismo y pesimismo colectivos se produce hoy por contagio a través de los medios de comunicación, al menos, eso puede deducirse del día bipolar que España sufrió ayer. Pensábamos que “la Roja” iba a comerse todo el chocolate suizo dejando un agujero en el mapa de Europa y nos encontramos con la dura realidad: el Mundial está por ganar.
Lo curioso, en ese momento, no son los hechos sino las respuestas. España es tremendista. Me cuesta escribirlo pero lo veo. Pasa de la euforia a la depresión en un suspiro. Sin motivo para la exultación ilusa o para el desánimo funesto. A veces pienso que, en efecto, los españoles somos algo tragicómicos.