Yo lo he sentido mucho por Zapatero. Para una vez que España llega a una final del Mundial, va y se la pierde.
Me recuerda a los malos estudiantes que se han pasado el curso de fiesta y, cuando llega el verano, se pierden todas las verbenas, vaquillas y torrà de xulles. Y encima lo hacen con cara de pena.
Lo peor no son sus caras. Duras, como el cemento armado. Lo malo es esa madre que lo mira y dice, sinceramente entristecida: “¡pobre! parece que no esté de vacaciones”. Efectivamente, señora, no está de vacaciones porque lo ha estado en los últimos 11 meses. Está haciendo lo que no ha hecho durante ese tiempo.
Él, por si cuela, pone los ojitos del gato con botas de Shrek, parpadea como la dragona, y suspira con angustia. Por fin, la madre se ablanda, se le llenan los ojos de lágrimas y termina diciendo: “venga, va, vete esta noche a la verbena pero mañana te levantaré temprano para estudiar”. Por supuesto. Amanecerá a las tres para sentarse a la mesa y dormir la siesta.
Con Zapatero tengo la misma impresión. ¿Por qué no puede ir al Mundial? ¿Tiene que hacer los deberes o teme que las vuvuzelas le persigan de ahora en adelante?
Él dice que debe tomar decisiones importantes. Como el suspenso para septiembre: ¿tres años para tomarlas y ha de ser ahora cuando lo haga? La verdad puede ser más bien política, esto es, el debate sobre el estado de la nación de la semana que viene.
Sin duda, es tiempo de estar perfilándolo pero tampoco es una novedad extraordinaria e imprevista. Todo lo contrario. Es una cita obligada, conocida y programada. O lo que es lo mismo: que puede prepararse con anticipación.
¿Son acaso los pactos con catalanes y vascos lo que le impide ir al Mundial? No quiero ni imaginarlo. Yo creo que no va por miedo a que le toquen las vuvuzelas al entrar en el estadio y los españoles le cojamos afición. Como el otro día a Rita.
De las caceroladas hemos pasado a las vuvuzelas. No sé qué es peor.