Admito que, pese a mi inmersión futbolera durante el Mundial, no consigo empaparme bien de lo que es el mundillo del balompié, sus figuras y sus conceptos clave. Antes me atrevo con la conjetura de Poincaré que con la dilucidación de un fuera de juego, para escándalo de Salazar que no sé ni cómo me habla todavía.
Por eso cuando hace unos meses presentaron a Ricardo Costa como defensa del Valencia C.F pensé en lo injusta que es la vida con los políticos defenestrados. El pizpireto Ric, siempre impecable, iba a exhibirse en calzones por todo el mundo, sudado como un minero chileno, cada domingo y Champions de guardar.
Eso le pasaba -me dije- por haber sido tan coqueto y llevar las corbatas más subidas a este lado del Turia. Nada mejor, pues, que una venganza que exige pasearse en deshabillé.
Luego me enteré de que este Ricardo Costa no era el otro Ricardo Costa. Tampoco su doble ni su clon sino otro de feliz coincidencia nominal.
Me quedé tranquila porque por entonces Ric estaba fuera del circuito mediático y la cosa no me llevaba a confusión. Si hablaban de que su polivalencia le hacía un jugador completo no estaban diciendo que lo mismo ocupa un escaño en Les Corts que da una rueda de prensa o acompaña a Camps a la Santa Faz, yo iba de peregrina y me cogiste de la mano.
Si alertaban sobre su lesión en el tobillo no significaba que íbamos a ver al pobre Ricci bajando con muletas de su Infinity FX50, con lo mal que queda ossea. El de la artritis era el futbolista y no había duda que empañara ese cuerpazo de chico de buena familia nada acostumbrado, como diría el tango, a las pilchas de percal.
Sin embargo desde que me he enterado del retorno de Ric-vuelve-el-hombre, he empezado a preocuparme. Ahora cuando alguien diga que Ricardo Costa pertenece a un gran equipo no sabré si es el Valencia, el PP de la Comunidad Valenciana, la candidatura de Rajoy o la Selección Portuguesa. Y lo peor es que ya estoy imaginando a las malas lenguas pidiendo que chupe banquillo. Malas pécoras.