Uno de los sitios que más me impresionó cuando visité Berlín fue la Bebelplatz. Es una plaza junto a la Unter den Linden rodeada de edificios similares a los de la gran avenida imperial. Como en todas, una espera encontrar una fuente o una estatua en el centro, en cambio en ésta no hay nada.
Sin embargo allí se encuentra uno de los monumentos más significativos para la cultura occidental y también para quienes gustamos de las letras. Es un monumento que no se ve. No es una figura ni un monolito ni un obelisco. Es un cristal en el suelo. Y en él se concentra una fuerza expresiva impresionante.
Cuando una se acerca y mira hacia abajo ve solo estanterías blancas completamente vacías. Ése es el homenaje. El recuerdo de que en aquel lugar fueron quemados cientos de libros el 10 de mayo de 1933. Obra de las juventudes hitlerianas. Obra de la barbarie, de la intolerancia y de la regresión a las más oscuras épocas de la historia.
La quema de libros no fue una prerrogativa del nazismo. Bien lo sabemos aquí en España donde la Inquisición resolvía con el fuego su incapacidad para enfrentarse a la libertad de pensamiento. Lo hemos leído cien veces en el Quijote, dispuestos el cura y el barbero a arrebatarle la locura de los libros de caballería al pobre Alonso Quijano.
Y volvemos a encontrarnos con un absurdo Farenheit 451 de la mano de un pastor evangélico en el papel de bombero quemalibros, lo que nos hace temer que nada ha cambiado. Seguimos queriendo olvidar una realidad reduciendo a cenizas los libros que hablan de ella. No hace tanto que Europa entera se estremeció cuando, durante la guerra de Bosnia, los serbios quemaron la biblioteca de Sarajevo. No era casualidad. Era un ataque premeditado a la cultura de aquellos a quienes querían borrar del mapa. Quitándoles su cultura, pretendían hacerlos desaparecer.
Es cierto que el Corán es un libro pero su quema, de producirse, no solo será una ofensa a los musulmanes sino a todos los que creen en una revelación de Dios recogida en papel y tinta. Incluido el propio Jones.