Una de mis frustraciones insuperables es el ajedrez. Como siempre he querido ir de lista, me dejé gafas y aprendí a jugar al ajedrez. Sin embargo, nunca triunfé porque no tengo paciencia.
El ajedrez requiere un sentido del tiempo ajeno por completo a aquel en el que estamos sumergidos; es el ‘eterno presente’ del que habla el italiano Paolo Maurensig en ‘La variante Lüneberg’, un homenaje a los enamorados del juego más feminista que han dado los siglos. Es el único en el que, desde los tiempos de Alfonso X el Sabio, los hombres han permitido que la más poderosa fuera una mujer. Eso sí, al servicio de un rey varón bastante inútil pero soberano. Como la vida misma.
En esa otra dimensión, en la que se sumerge el ajedrecista durante la partida, no hay que tener prisa por llegar al jaque sino determinación para encontrar el camino que nos conduzca a él sin fallos.
O sea, justo lo que yo no tenía: aguante para esperar que el listo de turno moviera un peón después de pasarse hora y media pensando en silencio. Y que, justo cuando lo estaba dejando junto al alfil, algo le nublara la vista y dijera: ay, no. Y otra hora y media. Para eso hay que ser de una pasta especial. Admitámoslo.
El caso es que, como ese ritmo frenético no estaba hecho para mí, opté por actividades mucho más pausadas como el ping pong y el air hockey.
Todo esto viene por la sorpresa que me ha producido conocer las declaraciones del Presidente de la Federación Mundial de Ajedrez. No solo dice que en la zona Cero de Nueva York no hay que construir una mezquita sino una escuela de ajedrez sino que los extraterrestres le llevaron una vez en su nave y que el ajedrez lo trajeron ellos.
Después de eso, he retomado mi olvidada afición ajedrecista, pues siempre he tenido ganas de que los extraterrestres me den una vuelta por ahí. Con ellos no ves mundo sino mundos, en plural, y además el viaje te sale gratis, igual te operan de algo y encima aumentas tus amigos de Facebook. Todo un chollo.