Estamos acostumbrados a medir la calidad de vida de un país a partir de la renta per cápita, de la esperanza de vida o de los recursos sanitarios a disposición de los ciudadanos. Sin embargo, hay un aspecto que indica no solo eso sino también la capacidad de un Estado para responder a las necesidades reales de sus habitantes: la conciliación de la vida familiar y laboral.
El tema no es una demanda laboral recurrente. Es toda una forma de ver la vida donde el ser humano vive para trabajar o trabaja para vivir. Lo razonable y lo avanzado es lo segundo y eso conlleva flexibilidad en las jornadas laborales, integración del teletrabajo o servicios de guarderías en las empresas. En una palabra, lograr que trabajar no sea renunciar a vivir. Toda una asignatura pendiente en nuestro país cuyos niveles de conciliación son todavía casi tercermundistas.
Uno de los casos más sangrantes al respecto ha quedado aliviado un poco esta semana cuando los grupos parlamentarios han aprobado pedir al Gobierno que establezca un permiso retribuido para los padres con hijos gravemente enfermos. La medida se ha tomado por unanimidad lo cual indica unidad de criterio y ratifica la duda que nace nada más conocer la noticia: ¿cómo no se había aprobado antes? ¿No entraba en ninguna reivindicación sindical?
El problema es que se han quedado a medias y no resulta comprensible.
Constantemente se celebran fechas para la concienciación como el Día del Alzheimer y se dan a conocer cifras de personas al cuidado de familiares enfermos; cifras que hablan de pérdidas de puestos de trabajo por no poder alegar una situación que rompe cualquier jornada esclavizante en un lugar durante las ocho horas que marca la empresa.
Sabemos de esas realidades y sin embargo cuando se plantea el permiso retribuido solo se piensa en padres con hijos y no en hijos con padres. Insistimos en el incremento de la dependencia por el alargamiento de la vida pero no creamos un marco laboral que pueda atenderla.
Es, por tanto, una alegría enorme por los padres que no tendrán que jugarse el trabajo por un hijo pero aún es una alegría incompleta.