Cuando aparece un bebé en una caja de cartón o en un vertedero y conocemos la noticia de que la policía local o un barrendero le han salvado la vida, aparecen decenas de familias dispuestas a adoptarlo.
La legislación no permite quedárselo sin más sino que busca a la familia biológica y solo después de desarrollar el protocolo pertinente, procede a su adopción controlada y perfectamente legal. Es razonable. Las autoridades deben garantizar lo mejor para el niño.
Sin embargo, cuando aparece un anciano, las cosas son distintas. Lo digo por lo mucho que me ha dolido conocer el caso de la mujer británica de 90 años que fue abandonada por su hijo la semana pasada en Torrevieja. Y saber, además, que este verano hubo otro caso similar.
La mujer ingresó en el Hospital de Torrevieja con un traumatismo y ahí se quedó. Cuando mejoró y fue trasladada a su casa en ambulancia, el hijo no quiso ni abrir la puerta. Y yo me pregunto: ¿no es posible adoptarla, como cuando una madre abandona al recién nacido en la calle y se desentiende?
Yo estoy dispuesta a hacerlo. Con una anciana desnutrida porque había dejado de comer, me basta con mi nivel de inglés. Las sonrisas, las caricias o los achuchones son universales y no hay anciano que no los entienda. Con una sopa caliente y paciencia para dársela poco a poco haciéndole ver que no tienes nada más importante que hacer en esos momentos que esperar a que coma, puedo superar un «My name is Mª José» con acento de L’Horta.
Entiendo que hay muchas circunstancias que llevan a una familia a la desesperación por tener que cuidar de un anciano dependiente. Horarios laborales imposibles de compaginar con esa realidad doméstica, problemas mentales en los mayores, dificultades de convivencia en la familia o crisis económica de consecuencias terribles para los más vulnerables. Sin embargo, abandonar a una madre o dejarla que se deshidrate por desnutrición está próximo al pecado original. Al primero y el peor.
Por eso debería arbitrarse un proceso de adopción como en la infancia. Para asegurarles el cariño de una familia. Yo me ofrezco a quedármela.