No seré yo quien censure a un cargo público por llorar. Ni a un hombre por hacerlo, sea o no político. También los ministros son personas y yo siempre me fiaré más de uno capaz de conmoverse que de un hierático frío y calculador.
Pero una cosa es emocionarse al tener que dejar un cargo y un equipo humano, como le ocurrió a Moratinos, y otra, decir que es emocionante escuchar la dimisión de Roque Moreno, como hizo ayer Alarte.
Entiendo que lo que pretende explicar es que resulta más digno admitir un error y asumir las consecuencias que enrocarse en él y no cambiar ni un ápice su discurso. Sin embargo de ahí a afirmar, como hizo el secretario del PSPV, que se sentía orgulloso y hacía tiempo que no se había emocionado con una declaración pública, hay un abismo del tamaño de la fosa de las Marianas.
El problema no está en la dimisión, que le honra. El problema está en el cuándo de la dimisión, porque ésta no se ha producido 24 horas después de la llamada al empresario Ortiz, una vez que Moreno hubo recapacitado y hubo tomado conciencia de que lo suyo estaba feo sino cuando la Justicia ha aireado un comportamiento cuestionable.
De acuerdo en que otros no han pensado siquiera en apartarse preventivamente ante todo un archivador de datos inquietantes en manos del juez pero eso no resta ni un ápice de nuestro argumentario. Moreno no actuó bien. Y no fue porque pidiera un favor sino por su posible devolución. El problema de todos los imputados, sospechosos o dudosos no es que pasaran un fin de semana en un yate de lujo sino que luego tomaran decisiones a cambio de ese weekend. Decisiones que miraran más por el interés particular de un empresario que por el de la ciudadanía. Ahí radica el problema.
Por eso me sorprenden las alharacas por dimitir cuando le sacan los trapos sucios. ¿Lo hubiera hecho si no hubiera salido en los papeles? Concedámosle el beneficio de la duda pero es mal indicio que nada supiéramos hasta que así ocurrió. Ahora, su beatificación es parte de la campaña electoral.