Nunca me han gustado los tipos que presumen de haberse ‘trajinado’ a ésta o a aquella, de haberse dejado trajinar o, simplemente, de desear trajinarse a alguien. No es mojigatería, es saber diferenciar lo que procede incluir en la conversación pública y lo que no. La vida sexual, como parte de la intimidad de cada cual, es un tema privado, sobre todo, cuando afecta a un tercero que quizás no quiere verse en boca de todos.
Eso lo saben muy bien los británicos cuando enseñan a sus hijos, desde pequeñitos, lo que puede comentarse en una conversación inane con semidesconocidos. No solo es hablar del tiempo o alabar el buen gusto de la anfitriona reflejado en los canapés, en las cortinas o en el vestido escogido para la fiesta. Es también ser prudente en la curiosidad sobre el otro.
Ya sé que eso les ha llevado a desarrollar cierta moral victoriana que disimula en público pero destripa verbalmente a los demás en privado. Sin embargo, he de decir que es una pauta de conducta -salvando la hipocresía- que echo en falta en España.
Recuerdo un profesor en Inglaterra con quien intenté mejorar en balde mi pronunciación que nos lo dejó claro desde el primer día: preguntar la edad era de mala educación pero, si alguien lo hacía, no había que ser descortés dejando la pregunta sin respuesta. Simplemente debíamos contestar un «it’s my secret». Lo decía con una media sonrisa y la picardía de un gay inglés educado entre lores y ladies de modo tal que era imposible sentirse ofendido.
Por eso me repugna doblemente que Sánchez Dragó haya presumido de liarse con ‘lolitas’ de 13 años. No lo admiro por ello, si es eso lo que pretende al decirlo. No solo me parece asqueroso que un tipo de 31 años abusara así de unas preadolescentes, sino también que tenga la indecencia de contarlo. Sin duda está en su derecho de mostrarse como es, para eso existe la libertad de expresión, pero también los ciudadanos estamos en el nuestro de mostrar desafecto hacia gente así. En mi caso, hacia todo varón que se crea más por contar su vida sexual.