Hace diez o doce años, cuando empezó Internet pero su uso no era masivo, circulaban algunas bromas sobre su impacto. Una de las más graciosas decía «hace tiempo que no sé nada de mi madre. Ella no tiene email». Ahora suena estúpido pero entonces era una exageración simpática.
He de reconocer, sin embargo, que más de una vez lo he pensado. Qué cómodo sería dejarle un mensaje en Facebook pidiéndole, por favor, que apagara el brasero antes de salir. Ya sé que algunos lo harán con padres jóvenes, pero en mi caso la edad y una generación que nació sin conocer la televisión lo hacen francamente difícil.
Esa misma dificultad convierte su vida cotidiana en un fastidio cuando no en un infierno. Por ejemplo, el cajero automático. Para una anciana, el mero hecho de recordar una clave es una heroicidad ¡pero si a veces me llama con el nombre de mi perra! No me ofende, claro está; con lo que yo quiero a mi peludita de cuatro patas, es casi un halago, pero indica que se le va de la cabeza cómo me llamo y recuerda más fácilmente ‘Coco’. Yo suelo responder rascándome la oreja con la pata derecha, o sea, la mano derecha, se ríe y no le damos más importancia.
Sin embargo, el cajero es un doble riesgo: puede que salga de él sin dinero, sin autoestima o, lo que es peor, sin seguridad porque un ratero inmundo, conociendo sus limitaciones, la espere a la salida.
Por eso cuando he sabido que el AVE tendrá una reducción de precios en los billetes a Madrid de hasta un 60% si se compra por Internet, me he alegrado muchísimo por mí pero no por mi madre. Y menos aún por aquellos mayores que no conocen a un internauta.
La diferencia de precios entre web y ventanilla penaliza a los ciberanalfabetos. Con ello me refiero sobre todo a quienes, aún queriendo, no pueden usar la Red para adquirir un billete porque son mayores sin hijos o sobrinos, sin Internet y sin ordenador (¡con pensiones que no dan para comer, van a tener ellos ADSL!).
Eso también es una auténtica brecha digital.