No he podido evitar ponerme en el lugar del pobre abuelo. Ése que hace un par de días fue a recoger al nieto al colegio en San Sebastián y se confundió. El problema no es que acudiera a un centro escolar distinto a aquel en el que estudiaba el chiquillo sino que se llevara a un niño que no era su nieto.
Me puedo imaginar lo que siente el anciano ahora, marcado ya como senil por culpa de un error. Al leer la noticia, quizás, hemos puesto el acento, sin quererlo, en que se trataba de una persona mayor. No en que era un despistado o en que era mal fisonomista sino en que era mayor y por tanto ha cometido un error que tal vez no hubiera cometido un joven.
Entiendo la angustia de las familias y el mal rato que se habrá pasado en los dos hogares hasta que la Ertzaintza resolviera el caso, pero me queda la duda de qué angustia se le ha creado al abuelo, de cuánto le va a durar y de qué repercusiones psicológicas va a tener.
En ocasiones no somos capaces de calcular el efecto que un reproche a un anciano, por el hecho de ser torpe, lento o limitado, puede causar en su bienestar.
La salud no es solo algo físico sino también mental y entra en juego la autoestima, el autoconcepto y la forma de verse envejecer. Pero sobre todo el modo como lo asumen quienes le rodean, es decir, rebajando la importancia o echándole en cara, diariamente, que se haya hecho viejo. Como si dependiera de uno.
No basta con alimentarle. A un anciano hay que procurarle un entorno de seguridad en sí mismo justo cuando la está perdiendo. Eso significa no encargarle tareas que no puede llevar a cabo, por ejemplo, recoger al nieto del colegio. Por eso no puedo dejar de pensar en cómo está el anciano. El niño ni lo recordará. Los padres se harán suspicaces pero lo superarán. Pero ¿y el anciano? Quizás ya no le encarguen recoger al nieto. Al menos, espero, que nadie diga que ya no sirve para nada.