Algunos han llevado eso de la ‘erótica del poder’ hasta un punto alejado. Yo diría, sin ánimo de revisar el alfabeto, que hasta el punto H, o sea, más allá del G.
Es el caso de la campaña electoral catalana en la que un día nos desayunamos con un videojuego xenófobo y al siguiente, con orgasmos en los minutos de propaganda electoral.
Es tal la desafección entre la población catalana hacia sus políticos que estos se sienten obligados a recurrir a trucos de prestidigitador, club de la comedia o simple charlatán vende-crecepelos para conseguir siquiera atrapar la atención del populacho durante unos minutos. Ello es así, quizás, porque los creativos de esta campaña se creen que a los ciudadanos nos sacan del reality show y de la tertulia de verduleras fóbicas del ácido úrico y ya no nos interesa nada.
En cambio yo tengo la sospecha de que si ahora saliera un líder serio, con capacidad de explicar con la sencillez que requiere la “señá” María qué está mal y por qué; qué han hecho de bueno los anteriores y por qué no hay que cambiarlo y qué está dispuesto a hacer si llega al poder sin acritud ni crispación, se lo lleva de calle.
No es que me parezca mal la casquería propagandística. Si es por espectáculo y entretenimiento en el comentario de café, más valen Alicia Croft o Montilla sex-bomb que un debate Pizarro-Solbes sobre la economía. Ahora bien, si de lo que se trata es de tomarnos en serio a los ciudadanos, ni orgasmos ni placeres electorales. Simple y llanamente, como decía en su tiempo Anguita: programa, programa, programa. Y honestidad para prometer al estilo Suárez. O sea, políticos de altura y no simples payasos bien adiestrados.